Cuando una obra se arraiga en la memoria colectiva, se hace difícil separarla del pueblo que la canta. El meu avi, la célebre habanera que, a pesar de todo, durante décadas ha resonado en plazas, conciertos y tabernas, es un ejemplo de ello. Poca gente se había preguntado quién era su autor. Pero esto ha cambiado radicalmente tras el documental Murs de silenci (3Cat, 2024), que vincula a Josep Lluís Ortega Monasterio, compositor de la pieza, con una presunta red de tráfico y explotación sexual de menores. Si fuera cierto, no hablamos de una biografía polémica, sino de delitos execrables. Y ahora, la pregunta ya no es solo qué hacemos del autor, sino qué hacemos de la obra.
Este debate no es nuevo, pero reaparece con cada caso que trasluce las conciencias. Cuando la inmoralidad, el crimen o el abuso manchan la biografía de un creador, hay quien defiende que hay que borrar también su legado artístico. Cancelar, eliminar, silenciar. Es una reacción comprensible, pero es también un error profundo. Porque confunde la obra con el hombre. Y porque nos exige una pureza retrospectiva que la historia del arte —y de la humanidad— no puede ofrecer.
Separar la obra del autor no es indulgencia, sino madurez. Es reconocer que una creación puede tener valor estético, emocional o cultural incluso si quien la hizo es moralmente reprobable. Esto no quiere decir ignorar ni minimizar la gravedad de los hechos. Quiere decir, simplemente, que una obra no es la biografía del autor. Que puede sobrevivirlo, trascenderlo e incluso contradecirlo.
Es más fácil ver la complejidad cuando pensamos en nombres como Louis-Ferdinand Céline, autor de algunos de los pampeanos antisemitas más repugnantes del siglo XX y, al mismo tiempo, de Viaje al fondo de la noche, una novela que revolucionó la prosa europea por su crudeza, lucidez y estilo devastador. O Caravaggio, criminal fugitivo y maestro insuperable del claroscuro. O Roman Polanski, condenado por abuso sexual, pero aún hoy reverenciado por obras como El pianista o Chinatown. O Richard Wagner, compositor monumental que se convirtió en banda sonora ideológica del nazismo. Y así, tantos. Todos ellos nos ponen ante la misma disyuntiva incómoda: ¿qué hacemos cuando la grandeza artística convive con la miseria moral? ¿Qué parte pesa más? Y, sobre todo, ¿quiénes somos nosotros para decidir si una obra debe morir con el autor?
En el caso de Ortega Monasterio, el impacto emocional es más directo porque El meu avi forma parte de una liturgia sentimental catalana. Ahora bien, que la canción continúe interpretándose no quiere decir blanquear al autor. Quiere decir distinguir entre la música que nos acompaña y el hombre que presuntamente hizo daño. Podemos cantarla sabiendo quién la escribió, del mismo modo que podemos leer Voyage au bout de la nuit sabiendo quién era Céline: con conciencia crítica, con dolor, pero también con capacidad de discernimiento.
No se trata de defender nada ni a nadie, sino de entender que si solo conservamos las obras de los seres moralmente ejemplares, nuestro legado cultural quedará desmenuzado. La historia del arte, de la literatura, de la música, es una historia hecha por humanos: algunos brillantes, otros deplorables. Pero la cultura no es una ceremonia de expiación. Es un espacio de confrontación, de tensión, de preguntas difíciles.
Y esta es una de ello: ¿qué hacemos con las obras que queremos cuando descubrimos que el autor no merece nuestro respeto? La respuesta no puede ser sencilla. Pero tampoco puede ser la amnesia. La cultura no se construye con silencio, sino con memoria.










