Política y vestimenta: ¡Ya no podemos decir quién es rico!

Es sorprendente cuando no decepcionante, constatar que en nuestras sociedades contemporáneas y en tiempos de desigualdad de ingresos apabullante, los superricos de la sociedad, y los millonarios en general, visten prácticamente como los demás. Acaso algún detalle los delata, cuando por ejemplo podemos comprobar que llevan un reloj de lujo o sus prendas han sido diseñadas y producidas por marcas de élite. Hay ejemplos cotidianos como Mark Zuckerberg, que camina por la calle con un suéter, unos pantalones chinos y con un vaso de Starbucks en la mano, como lo hace cualquier estudiante o trabajador. Lo mismo podríamos decir de Bill Gates y Elon Musk o de Amancio Ortega en España. ¿Estamos ante una farsa?

Hace solo 70 años, éramos capaces de mirar a alguien y decir por la ropa que llevaba si era rico o por el contrario si era pobre o simplemente un trabajador. La ropa siempre ha sido un importante significante de clase. Todos los magnates de antaño tenían sastres personales, trajes a medida, hermosos zapatos y joyas exquisitas. Si pedimos a un niño o niña que nos describa a una persona rica, nos dirá que lleva un traje elegante o un vestido de gala con un collar de perlas. Pero ahora resulta que las personas más ricas del mundo fuera de la alfombra roja y los grandes eventos ya no lucen trajes ni vestidos lujosos. Todos vestimos más o menos igual.

Antes de que ese fenómeno fuese universal, el surgimiento de la ropa informal en el mundo de los negocios y la política a finales del siglo XX transformó todos los negocios de moda y confección, lo que significó la muerte del traje, una institución, y un oficio, que había durado más de un siglo. Es triste que tanto el arte de hacer como el de lucir un buen traje hayan quedado relegados a un nicho de mercado eventual. Ya no podemos señalar a un tipo que lo lleva y decir, oye, mira qué elegante, ese tipo debe ser rico. Hoy, los herederos de las familias multimillonarias van a universidades privadas, pero usan las mismas chaquetas que un camionero o un trabajador. ¿Quién puede asegurar en nuestros días que el tipo salpicado de pintura es un pintor de paredes o lleva una chaqueta de más de 1.000 € hecha por una marca de élite? ¿La mujer que usa zapatillas Salomon y pantalones cargo es una entusiasta del senderismo o una rica aficionada a la moda urbana? ¡Quién lo sabe! ¿Qué se pierde cuando los ricos se apropian de los símbolos de vestimenta de las clases populares y medias? Algunos podrían pensar: ¡Esto es una señal de que pronto todos vestiremos parecido en una nueva sociedad sin clases! ¡Pues me temo que no!

Debajo de todo esto y más allá de la ironía o humor, hay sobre todo confusión. Cuando ya no es posible distinguir visualmente, a través de signos acumulados a lo largo de toda una vida de observación, experiencia y señales sociales, entre los ricos, la clase trabajadora y las personas a las que les gusta el senderismo es probable que nos olvidemos de que todavía hay clases sociales y nos olvidemos de la siempre necesaria lucha por reducir la pobreza y las desigualdades.

Lo que quiero decir hoy y aquí es que probablemente no es prudente ni inteligente asumir que se puede confiar en los significantes estéticos. Siempre será posible que quien lleva un chaleco acolchado no sea un multimillonario, sólo sea alguien que tiene frío. En cualquier caso, esa capacidad de distinguir entre ricos y pobres ahora es mucho más difícil. A medida que el mundo se enfrenta a una inestabilidad imprevisible, ya sea climática, política, patológica o conductual, nosotros, los consumidores normales y globales, deberíamos declararnos en huelga contra la vestimenta innecesaria que constituyen los productos de lujo. En ese caso me pregunto si podríamos soportarlo. ¿O por el contrario deberíamos consumir cualquier lujo que seamos capaces de pagarnos y aparentar cada uno lo que es? En cualquier caso, lo que sí creo que podemos asegurar es que hoy los multimillonarios se visten como el vecino de al lado. No me negareis que es una brillante y eficaz manera de eludir y disimular que nuestra desigualdad es cada vez mayor.

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