Dembélé golea a Laporta en actitud, profesionalidad y respeto por el Barça

El presidente, que lo acosó y desprestigió compulsivamente, provocó un grave conflicto que ha podido resolver el jugador sin ayuda de nadie

Joan Laporta puede considerarse afortunado esta semana por dos motivos. El primero porque, más allá de carecer de sentido del ridículo ni sentir vergüenza propia ante la familia barcelonista, los errores y la negligencia de su gestión apenas le pasa factura. En segundo lugar, el caso de Dembélé pone en evidencia que, como segundo motivo de celebración para Laporta, no se requiere demasiada capacidad para dirigir un club desde el palco cuando uno de los futbolistas a los que se ha atribuido menos luces y entendimiento resulta ser el único capaz de poner en evidencia a todo el staff, directivo, ejecutivo y técnico, y convertir un enorme problema en la mejor solución para el equipo, el entrenador y la propia institución.

Dembélé ha sido quien, contra la ineptitud, en este caso aguda, del propio presidente y la estupidez de su núcleo duro, ha conseguido darle la vuelta a la situación, salir aclamado del Camp Nou el domingo último y arrancar de la boca de Laporta una frase imposible hace apenas unas semanas: “Dembélé sabe nuestra propuesta y que siempre hemos querido que se quede, esperamos que a final de temporada se lo repiense», dijo ayer el presidente que, en su ofuscación, reaccionó con un peligroso arrebato de ira contra su futbolista, al que puso contra las cuerdas sin ninguna necesidad y con el agravante de provocar un evidente perjuicio para el equipo, pues precisamente fue frente al Athletic, en la Copa, cuando obligó a Xavi y al resto de los altos cargos del club a dejarlo en Barcelona y convertirlo en el enemigo público número uno del Barça.

Las declaraciones del propio entrenador y del director de fútbol hoy suenan bochornosas y patéticas, tanto como la pusilánime y sumisa reacción de ambos, Xavi Hernández y Mateu Alemany, apartándole de las convocatorias y calificando la única decisión posible, que no vistiera nunca más la camiseta del Barça, como irreversible e imperdonable en justo castigo y venganza a su decisión de no renovar cuándo y cómo el presidente quería.

Era una situación, como se vio, de coacción por parte de Laporta, provocada por la necesidad de ampliar urgentemente el margen salarial para fichar a Ferran Torres. No sólo le ofrecieron menos de lo que sus agentes esperaban, sin ultimátum ni extorsiones, sino que además le impusieron la amenaza de firmar antes del 31 de enero cuando finalizaba el periodo de fichajes de invierno.

Aquel infierno para el desconcertado delantero francés lo puso en el mayor aprieto de su carrera, en una situación agobiante de la que salió, en aquel momento, insultado, odiado y repudiado por la masa social barcelonista, porque eso fue lo que transmitieron los directivos, el propio presidente con su mal carácter e inoperancia, el entrenador y un rodillo periodístico sin personalidad ni agallas para, cuando menos, analizar la situación con cierta objetividad. La consigna fue, además de condenar a Dembélé a estar fuera del equipo, desacreditarlo como persona y como futbolista.

Hasta este último domingo por la noche, cuando saltó al terreno de juego, buena parte del público del Camp Nou seguía sintiendo aversión, desprecio y repulsión. Y eso gracias a Laporta, principalmente.

Dembélé, en cambio, reaccionó con humildad, serenidad, temple, comprensión y sobre todo con lo que él sentía en aquel momento, sentido de la profesionalidad y afecto por el club que había apostado por él para dar el gran salto a la primera línea del fútbol mundial. Firmó un comunicado en el que precisamente prometió lo que luego ha cumplido, seguir defendiendo los colores del Barça y seguir abierto a negociar. Esto último es lo mismo que están haciendo Araujo y Gavi, seguir jugando mientras sus agentes negocian una ampliación y mejora de contrato.

A Dembélé, sin embargo, nadie le hizo entonces el menor caso; al contrario, se interpretó esa proposición amistosa, decente y sincera como una provocación y una tomadura de pelo que los periodistas aprovecharon para echare aún más a la afición encima.

En frente, quienes habían de demostrar oficio, experiencia y visión de club por encima de todo, o sea Laporta y sus ‘palmeros’, reaccionaron con una pataleta infantil y una decepcionante compulsión hacia el melodrama y la ira.

Dembélé les ha dado, pese a la adversidad y tener el mundo en contra, una lección en todos los órdenes de la vida, precisamente en el terreno que corresponde a directiva, ejecutivos, técnicos y periodismo en general. En teoría, el jugador era el candidato perfecto para cavarse su propia tumba, complicarse la salida del Barça y cometer el típico error que hubiera acabado en un expediente disciplinario. Era lo fácil y lo previsible.

El problema, como se ha comprobado, no lo tenía él, Dembélé, quien siempre ha seguido una misma línea, muy alejada del entorno mediático, entrenando y trabajando para ser titular. Sin ser defendido tampoco por los capitanes, mucho menos por el parlanchín Piqué, que ahora corre a abrazarlo cuando marca un gol, el delantero francés se ha seguido sintiendo como lo que es, un futbolista sin querer ni pretender salir de ese pequeño universo.

Los demás, Laporta y compañía, se han comportado como lo que son realmente, caprichosos y creídos, sin la preparación ni la suficiencia para dirigir un club si no fuera porque, digan lo que digan, una parte de la herencia ha resultado ser muy valiosa y porque tienen dos tipos de suerte, la de haberse encontrado con jugadores como Dembélé y Pedri, por ejemplo, y la de poder gobernar sin crítica ni nada que se le parezca en todo el horizonte periodístico. Si es necesario, cerrando programas de radio que le son incómodos.

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