El catalán ya no es cosa de todos

El último mito del independentismo es que una lengua que hablan casi diez millones de personas y que entiende más del 90% de la población se encuentra en peligro de extinción. Nunca ha habido tantos catalanohablantes como ahora, ni tantas publicaciones, ni tantas radios. Pocas son las lenguas minoritarias que disponen incluso de televisiones desde las que difundirse. Aún así, no dejan de ser preocupantes los datos que dicen que muchas de estas personas que lo hablan y lo entienden, cerca de 500.000 según las estadísticas, lo hayan abandonado.

Cada uno debe saber cuáles son sus motivaciones para aparcar una lengua que conoce, pero seguramente han contribuido de forma poderosa los esfuerzos que se han hecho desde ciertos sectores del independentismo por romper con uno de los axiomas de nuestra convivencia: que el catalán era cosa de todos. Estas 500.000 personas que han dejado de utilizarlo son el síntoma preocupante de una sociedad dividida. Gente que siente que vive en un país en el que muchos convierten en posicionamiento ideológico incluso la decisión de comprar en un supermercado o en otro.

Las lenguas son instrumentos magníficos y maravillosos que sirven para construir puentes, para comunicarse, para quererse, para dialogar, para discrepar… Una herramienta que languidece cuando las quieren convertir en un muro identitario, cuando sirven para separar y no para unir.

El verdadero peligro para una lengua con más hablantes que idiomas como el danés, el finlandés o el noruego es el integrismo lingüístico de grupos como Koiné, y las acciones de todos aquellos que han creído que es una buena idea impulsar boicots contra restaurantes que no tienen la carta en catalán o emprender campañas de acoso contra trabajadores, a menudo recién llegados a Cataluña, que todavía no lo hablan. Cuesta imaginarlos corriendo hacia una escuela de idiomas para aprender la lengua de varios energúmenos que han intentado dejarlos sin trabajo.

Tampoco parece una gran idea calificar con palabras como “inadaptadas” a aquellas personas del área metropolitana de Barcelona, ​​donde se concentra el grueso de la población de Cataluña, que utilizan el castellano con la familia y los amigos con los que siempre ha hablado esta lengua. Tildarlos de colonos seguramente no contribuirá a que se decidan a pasarse al catalán, por mucho que la inmensa mayoría lo hable y lo entienda.

Esas 500.000 personas que han dejado de utilizar el catalán seguramente se sienten asqueadas de un mundo donde ha dejado de existir el “todos” para dividirse entre el “nosotros” y el “ellos”. Se sienten frustradas porque sienten que conocer la lengua no es suficiente para ser reconocidos como iguales por quienes pretenden patrimonializarla y convertirla en una muralla. Para aquellos que tan diferentes quieren ser que no se “vacunan”, sino que se “vaccinan”, porque creen que es mejor inventarse una palabra que emplear otra absolutamente normativa porque se parece demasiado al castellano. Son los mismos que se empeñan en anquilosar la lengua olvidando que todos los idiomas evolucionan y cambian por la sencilla razón de que el mundo evoluciona y cambia.

Esas 500.000 personas que han dicho que si el catalán es “suyo” y no de todos, pues ya os lo podéis quedar, no son más que una de las muchas herencias perversas que el proceso independentista ha dejado en Cataluña. Su desafección respecto al idioma no es más que la muestra de una desafección hacia una parte de la sociedad en la que viven, porque sienten que los ahuyenta. Es el inquietante nacimiento de un territorio dividido en dos comunidades.

El catalán ha sido uno de los cementos que han unido Cataluña. Ahora este cemento se ha resquebrajado gracias al sectarismo idiomático que ha practicado el independentismo. Este es el mayor riesgo que vive hoy el catalán. Y también nuestra convivencia.

La lengua no se está muriendo, por mucho que algunos –precisamente aquellos que dicen amarla más que nadie– se empeñen en matarla a fuerza de convertirla en un instrumento de exclusión ideológica y la utilicen con finalidades espurias, cómo hacer de ella un motivo más de un agravio que necesitan como el aire para respirar, un elemento más de la eterna cantinela quejosa y pesada que necesitan para seguir dando algún sentido a sus vidas.

Que esto corroa como un cáncer nuestra coexistencia en Cataluña no parece importarles mucho.

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