La narco-autonomía

Cataluña se ha convertido en el nuevo Rif de Europa: somos la gran zona de producción y comercialización de las sustancias estupefacientes -en especial, la marihuana- que después consumen al otro lado de los Pirineos. En estos tiempos aciagos, éste se ha convertido en un próspero negocio, que mueve millones de euros en dinero negro y del cual viven miles de personas, desde humildes agricultores hasta riquísimos dealers.

En pisos particulares, en chalés, en naves industriales, escondidas entre los cultivos o en medio de los bosques, las plantaciones de marihuana proliferan por todo el territorio. La proximidad con los mercados europeos de destino y la crónica lentitud del sistema judicial español -agravada por la pandemia- y el garantismo que lo caracteriza han atraído a Cataluña a las mafias internacionales más peligrosas, que han instalado aquí sus bases de operaciones.

Ya no es solo la producción y tráfico de estupefacientes. Hay bandas que se han especializado, con el uso de una gran violencia, a robar la droga a otras organizaciones de narcotraficantes. Esto ha desembocado en una espiral de asesinatos y de venganzas que provocan una enorme sensación de inseguridad pública.

Los numerosos pasos que conectan con Francia, muchos de ellos sin ningún tipo de vigilancia policial, facilitan el transporte de los estupefacientes y de todo tipo de contrabando. Es por eso que las autoridades de París han acabado bloqueando algunas vías locales transfronterizas, ante el enojo de los pueblos y de los vecinos afectados.

Una de las consecuencias y de los peligros de habernos convertido en una narco-autonomía es que el dinero fácil de la droga acaba corrompiendo a quienes están encargados, por ley, de perseguir esta actividad ilegal. Es el fenómeno criminal que sufren, de hace años, en Marruecos, en México o en Colombia, donde muchos miembros de las fuerzas de seguridad están compinchados con las bandas de narcotraficantes para proteger, participar y lucrarse de este negocio.

En Cataluña, también se está produciendo la infiltración de las mafias de la droga en los cuerpos policiales y, en especial, en los Mossos d’Esquadra. Y ésta es una constatación extremadamente grave que tendría que hacer saltar todas las alarmas en la conselleria que dirige Joan Ignasi Elena.

El último caso de corrupción policial vinculada con el negocio de la marihuana se destapó la semana pasada en Tarragona, con la detención de tres mossos y un cabo en excedencia. Se dedicaban a revender el material confiscado en operaciones policiales contra productores de cannabis a otras organizaciones criminales.

Hace un mes, fueron detenidos un cabo y tres agentes de la policía local de Llinars del Vallès, que se dedicaban a organizar y a proteger, a cambio de sobornos, la producción del cannabis en naves industriales del municipio. Y, meses atrás, tres mossos de la comisaría de Santa Coloma de Farners también fueron pillados revendiendo a narcotraficantes la marihuana confiscada y custodiada en la comisaría.

La corrupción policial es la peor lacra a la cual se enfrenta un Estado de derecho. La marihuana está infestando Cataluña y es un riesgo para la democracia que hay que combatir frontalmente y de manera implacable. La división de asuntos internos (DAI) de los Mossos tiene una tarea urgente a hacer para evitar que este brote de cáncer que ya se ha empezado a manifestar haga metástasis.

Cataluña está cayendo a plomo, ante la inopia de nuestros gobernantes, que parece que viven en Venus. Ahora mismo “queman” graves conflictos laborales, como los que protagonizan los trabajadores de Mahle, que ha decidido cerrar su fábrica de Vilanova i la Geltrú. O la Nissan, que este 31 de diciembre próximo dejará de funcionar, sin que, a estas alturas, haya una solución alternativa clara que garantice los puestos de trabajo.

Que con este panorama, la máxima preocupación del gobierno de Pere Aragonès sean la inmersión lingüística o la presencia del catalán en las plataformas norteamericanas en streaming parece una broma de mal gusto. La división y el enfrentamiento feroz entre ERC y JxCat, los socios en el gobierno de la Generalitat, no es la mejor manera de encarar los colosales problemas que afectan a la sociedad catalana.

Con la CUP descolgada de la falacia del 52%, lo más lógico y coherente sería un gobierno fuerte, transversal y de concentración que se deje de historias y responda a las necesidades objetivas y perentorias de los 7,5 millones de habitantes que intentamos sobrevivir en este rincón del planeta. ¿Tendrá coraje Pere Aragonès (y Oriol Junqueras) para hacerlo? De entrada, tiene que levantar el absurdo y estéril veto al PSC, que nadie entiende.

El tacticismo de corto vuelo y las estrategias de TBO que, a menudo, caracterizan a ERC están haciendo un gran daño a Cataluña. El poder por el poder lleva a perder de vista el espíritu de la democracia y la dimensión de servicio público de la política. Un partido de cuadros muy bien pagados, pero sin conexión con la realidad de la calle, siempre lo acaba pagando muy caro en las urnas.

De momento, Ernest Maragall, a sus 78 años, ha hecho el ridículo de su vida. Obligado por el pacto ERC-Comunes para desencallar los presupuestos de la Generalitat, se ha visto obligado a cambiar su “no” a las cuentas de Ada Colau y ha enterrado cualquier opción de ser algún día el alcalde de Barcelona.

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