Una secuela del asalto al Banco Central

Estoy seguro de que más de un lector de EL TRIANGLE recordará que el sábado 23 de mayo de 1981, justo tres meses después del 23-F -ahora se acaban de cumplir los cuarenta años-, se produjo, en Barcelona, un extraño asalto al Banco Central, que entonces ocupaba un edificio de siete plantas en la plaza Cataluña que hace esquina con las Ramblas. El asalto, que generó una fuerte emoción entre los barceloneses, fue protagonizado por un grupo de 10, 12 o 24 personas (el número exacto no se ha sabido nunca), el líder y cerebro de las cuales se llamaba Juan Martínez Gómez, conocido con el apodo de El Rubio, aunque él se hacía llamar el Número Uno. Era un personaje oscuro, delincuente habitual, que fue conceptuado como confidente de la policía: él decía que había sido contratado en Perpinyà por el CESID para robar determinados documentos depositados en el banco. Sin embargo, no se aclararon más las motivaciones que lo impulsaron a hacer aquel asalto tan estrambótico. O no interesó aclararlas: el general Aramburu, entonces jefe de la Guardia Civil, dijo que los asaltantes eran una banda de chorizos, macarras y anarquistas.

El asalto al Banco Central -del que se hizo una película bastante mala protagonizada por José Sacristan– terminó de una manera extraña: los asaltantes, que habían tomado cientos de rehenes (casi 300), salieron al día siguiente del banco mezclados con éstos, si bien pudieron ser identificados y, una parte de ellos, detenidos por la policía.

Al día siguiente, unos parientes míos fueron avisados ​​de que el apartamento de Sant Feliu de Guíxols que habían cedido en alquiler hacía un tiempo -apartamento que era un buen ejemplo de arquitectura del arrepentimiento, tal como entonces la calificaba un arquitecto amigo- había sido «asaltado» por unos policías, que se habían llevado buena parte de su contenido -esencialmente, televisores y otros aparatos electrónicos.

Mis parientes nunca han sabido si aquellos policías, si es que lo eran, tenían orden de registro y, en su caso, quien la dio y a quien la exhibieron. A los pocos días, acompañé a mis parientes a aquel apartamento, alguna de cuyas paredes parecían haber sido pintadas por un niño mironiano, y pudimos hacer un pequeño inventario del contenido: no faltaba ningún mueble ni ningún objeto ni utensilio de los que los propietarios habían dejado dentro. Incluso estaban los libros de bolsillo de la colección Austral y alguna enciclopedia -de aquellas que antes regalaban los bancos- que mis parientes habían colocado en una de las estanterías del mueble aparador del comedor.

No sólo no faltaba nada, sino que había más objetos de los que mis parientes habían dejado: así, en la misma repisa de los libros de Austral encontramos algunos ejemplares de las revistas Play Boy y Penthouse (muy de moda entonces entre los hombres calientes, que eran casi todos), que escondí de la mirada inquisidora de mi pariente, y un par de libros de temática anarquista -uno de los cuales pedí que me dejaran: El anarquismo y la revolución de España, de Diego Abad de Santillán, con un prólogo de Antonio Elorza, Anarquismo y utopía, y una combativa portada que reproduce un cartel de Fontseré (Editorial Ayuso, 1976)-. En la primera página de este libro figuraba, escrito con tinta roja, este nombre: Juan Ramón Martínez Gómez (el primer nombre y apellidos coinciden con los del llamado Número Uno del asalto al Banco), y a continuación una rúbrica. Me llamó la atención que no hubiera ninguna anotación ni subrayado en ninguna de las casi 400 páginas del libro, que recoge escritos del autor anarquista de entre 1930 y 1938. La última página estaba medio arrancada, quizá por el niño que pintarrajeaba en las paredes, o tal vez para apuntar alguna dirección. También, en lugar visible, encontramos un arma de defensa personal que, extrañamente, no fue retirada por la policía.

Susana Alonso

En resumen: el asalto al Banco Central de Barcelona tuvo como secuela una irrupción policial en un apartamento de Sant Feliu de Guíxols, con el objetivo aparente de retirar determinados objetos electrónicos, tal vez robados, que alguien o algunos habían depositado. Quizás si el niño que pintarrajeó las paredes del apartamento, que ahora debe de tener cerca de 50 años, quisiera hablar, podríamos saber, entre otras cosas, de quién era ese aparato de defensa personal y quien leía las revistas eróticas y los libros sobre el anarquismo que había en aquel apartamento que durante un tiempo se convirtió en una caja de sorpresas.

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