Los capataces

No hay amo sin capataces, y viceversa. Administran la propiedad, vigilando a los trabajadores, por encargo del patrón. Los hay, sin duda, que ejercen su cometido a carta cabal, pero su posición, difícil, entre el que posee y manda, y los desposeídos y obedientes, les ha marcado, no para bien, históricamente.

En época de vacas gordas, el amo se rodeó de un plantel de competentes capataces. Lo más granado de ellos acabó en la cárcel por robar de una y mil maneras. En algunos casos para el amo, en otros para ellos mismos o para la causa. En la mayoría, para todos a la vez. Quizás su delito no fue más allá de entender las cosas con ánimo de lucro. Algo que estaba en el ADN de su ideología, en su hecho diferencial.

Cuando la rutilante estrella del mando comenzó a titilar, otra generación de capataces tomó el relevo. Siempre supeditado al plan del amo, que contemplaba una sucesión monárquica, el traspaso del poder a uno de sus herederos. Cosa que acabó malográndose, siempre por la codicia, y que estuvo acompañada del aparatoso derrumbe del propio amo, por lo mismo.

Así las cosas, la gestión de la propiedad recayó en un capataz de pura cepa. Poderoso con los débiles, débil con los poderosos, aplicó a rajatabla la doctrina del amo. Le halagó, emuló, siguió al pie de la letra sus enseñanzas y dictados, pero, como el visir que en su fuero íntimo aspira a sultán, acabó sucumbiendo a la avaricia. Lo que en el amo había sido taimado cálculo, gestión artera, se transformó en él en profecía vana, bravatas, ladrar a la luna.

Así las cosas, otro capataz de cabecera, más vano si cabe, sucedió de tapadillo al primero. Reeditó sus peores modos y acabó como el rosario de la aurora. Es decir, a farolazos entre camorristas y cofrades. Y hubo un tercer capataz de capataces. Puesto a dedo, como los anteriores. Descuidado, ensimismado en la identidad, obediente, pasó sin pena ni gloria. Cosa que, desde luego, no ocurría en toda la finca, sino todo lo contrario. Afanosos, mayordomos, fámulos, intendentes, despenseros…, seguían haciendo su agosto, sin cortarse un pelo.

Así las cosas, casi por ley de vida, pudo parecer que todo aquello tocaba a su fin. Luctuosas, las campanas, sonaban por el ocaso del amo, los capataces y toda la procesión. Las fuentes de ingresos se desecaban, las cosechas decaían, las ovejas abandonaban al pastor… Existían condiciones para que los braceros, los menestrales, los tenderos… dieran la vuelta a la tortilla. Estaba, sin embargo, por ver si el ánimo de lucro del credo se había superado, si existía voluntad de hacer añicos del pasado, o solo se asistía a un mero relevo, a convivir con los mismos perros de distintos collares, a cambiar solo de capataces, que soñaban con escriturar a su nombre la finca, como diría Jesús Prieto.

Cabría a estas alturas preguntarse, como lo hacía José Manuel de los Reyes González de Prada y Ulloa, en el periódico limeño Los Parias, hace ya más de un siglo: “¿Hay algo más odioso que un niño vigilando a sus condiscípulos, que un sirviente haciendo el papel de mayordomo, que un jornalero desempeñando el oficio de caporal, que un presidiario convirtiéndose en guardián de sus compañeros?”.

“Lo hacen bien, tienen la confianza del amo (en el caso de que alguien sepa, en estos momentos, quién es el amo) y una gran experiencia en propagar Desconcierto y Temor, operación pronto sustituida por la de Acojone y Resignación. Son, además, inteligentes, pero no demasiado. Elegantillos, pero extremadamente lameculos. Fueron, muchos de ellos, compañeros e incluso aprendices nuestros a quienes un golpe de suerte o una brillantez de carácter, exhibida en el momento oportuno, convirtió en los nuevos negreros. Jóvenes sobradamente preparados y muy dispuestos que recibieron cursillos de motivación. Y aquí les tenemos. Recortando derechos. Con un Rólex en la muñeca y un más que excelente porvenir”. 

Así hablaba Maruja Torres de los capataces en un artículo publicado en El País, el 28 de octubre de 2010.

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