El peso de los muertos

Hace unas pocas semanas, mi buen amigo Bruno, con quien hablo menos a menudo de lo que seguramente los dos querríamos, me explicó una historia familiar que él definió como extraña y emocionante a la vez, y que a mí me pareció digna de figurar entre los mejores cuentos de este año 2019.

Bruno es un hombre ya mayor y como tal ha sufrido, entre otras pérdidas, la muerte de sus padres. Todos sabemos, cuando queremos saberlo, que la muerte forma parte de la vida; la culmina y, a veces, la explica, la ordena ("…Llegue rogada, pues mi bien previene;/ hálleme agradecido, no asustado;/ mi vida acabe y mi vivir ordene”, son los versos finales de un famoso soneto de Quevedo que en momentos de angustia puede servirnos de consuelo). No obstante la muerte de una persona estimada puede llegar a ser sentida como una amputación, como si nos cortaran una parte de nosotros mismos. "Usted no sabe cuánto pesa un muerto" dijo un maduro Gabriel Garcia Márquez a un joven periodista que le preguntaba por su madre difunta.

Bien: sucedió que Bruno, removiendo muebles y objetos antiguos (lo que algunos definirían injustamente como trastos), se reencontró, en una de las habitaciones de la casa paterna (la habitación que había servido de dormitorio a sus padres y que, justamente por eso, Bruno todavía no había osado vaciar del todo), un aparato de radio que había sido utilizado por su madre. Es sabido que cuando nos reencontramos con un objeto que había pertenecido a algún miembro estimado de nuestra familia, podemos llegar a experimentar una rara emoción, como cuando nos encontramos un tesoro escondido (por ejemplo, con un trozo de cabello, como cantaba Adamo).

El caso es que el encuentro con aquel aparato antiguo de radio a través del cual su madre había escuchado noticias, Elenas Francis y novelas radiadas, aquel aparato que había constituido una parte importante de la comunicación materna con el mundo, provocó en Bruno una muy intensa emoción: "Entonces me pasó una cosa muy extraña: me abracé muy fuerte a aquel aparato, talmente como si tuviera vida, y empecé a llorar". Mi buen amigo Bruno lloró un buen rato sobre aquel aparato, como si en aquella radio pudiera estar escondido un trozo del alma de su madre, o cómo si ella hubiera vuelto a este valle de lágrimas, por unos momentos, coincidiendo con los llantos y sollozos de su hijo. ¿Alguien puede asegurar, con total certeza, que el espíritu de nuestros padres no se nos hace presente, en determinadas circunstancias especiales, como por ejemplo cuando nos reencontramos un objeto que había formado parte de su vida y que tal vez los padres habían incorporado a nuestros sueños?

Cuando el amigo Bruno acabó de explicarme esta historia familiar tan sobrecogedora, que él calificaba de muy extraña, intenté decirle que en realidad no había nada de extraño en buscar consuelo en algún objeto que había acompañado la vida de nuestros padres, que a mí me había pasado lo mismo con algún documento pretendidamente literario del padre (en general inacabado, como tantas sinfonías) o con alguno de los breves diarios que mi madre acostumbraba a escribir en una diminutas libretas de diferentes colores y dónde, a menudo, expresaba sus afectos y desafectos. "Los hombres, dije, usando un tópico tan antiguo como un aparato de radio, hemos sido educados para no llorar, para reprimir nuestros sentimientos, pero en determinados momentos no podemos evitar que se desborden, y no por eso somos menos hombres". Ahora pienso, no obstante, que la emoción tan intensa que experimentó Bruno en la habitación de la madre no tiene tanto que ver con su condición de hombre enseñado a reprimir sentimientos como con la de hijo en busca de un consuelo perdido, y quizás también con la evidencia que ya tenía una edad parecida a la de su madre; que ya sus infancias –sus vidas verdaderas- se confundían.

En uno de sus mejores poemas –"Himno a la juventud"-, Jaime Gil de Biedma, evoca la aparición repentina de la juventud ante unas personas mayores: "(…) Estábamos tranquilos los mayores/y tú vienes a herirnos, reviviendo/los más temibles sueños imposibles/tú vienes para hurgarnos las imaginaciones. De las ondas surgida/ toda brillos, fulgor, sensación pura (…) belleza delicada/precisa e indecisa/ donde poner la frente derramando lágrimas."

Quizás es esto lo que a menudo buscamos todos nosotros , mujeres y hombres: un lugar donde poder llorar por todos los muertos que pesan sobre nuestras almas, por todas las personas ausentes. A veces lo encontramos.

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