¿De verdad ésto va de democracia?

Nos puede parecer lejano, pero no hace ni un año que la presidenta del PDECat de Barcelona, Mercè Homs, anunciaba solemnemente que Neus Munté había resultado la ganadora de las primarias para elegir la cabeza de lista de las elecciones municipales en la capital catalana con más de un 67% de los votos emitidos. A la hora de la verdad, el candidato será Joaquim Forn, mientras que el segundo lugar lo ocupará Elsa Artadi.

Se podría pensar que es una excepción, visto el gran respeto por la democracia y sus valores que expresa el independentismo, y que de lo que se trata verdaderamente es de denunciar la situación dramática que viven los políticos juzgados por el Tribunal Supremo, pero resulta que el congreso regional de ERC oficializó el 10 de marzo de 2018, en el Centro Cívico de Can Felipa, la victoria de Alfred Bosch en sus elecciones primarias a la alcaldía. Hoy el candidato es Ernest Maragall, un provecto septuagenario exsocialista que tiene como principal mérito ser hermano del alcalde más añorado de la historia de Barcelona, Pasqual Maragall. Y cómo que la cosa va de ex, la segunda plaza de la lista lo ocupará la hasta hace pocas semanas portavoz de los Comunes en el Parlament, Elisenda Alamany, una mujer de ideas tan claras y coherentes, que un día se va a pasear por la ribera del Onyar y acaba pidiendo el voto para Guanyem Girona.

Este manifiesto respeto por la voluntad del pueblo, cuando menos la de los militantes, no se circunscribe a unas formaciones políticas en permanente estado de ebullición. También afecta a esta proclamada sociedad civil, que parece limitarse a tan sólo dos entidades. Así, cuando en 2015 Carme Forcadell fue elegida diputada y presidenta del Parlament, la Asamblea Nacional Catalana celebró unas elecciones para elegir a su sustituto. Se presentaron Liz Castro, Agustí Alcoberro, Rosa Alentorn y Jordi Sànchez, que quedó en cuarta y última posición. Siempre atento al mandato popular, el secretariado nacional ejerció su derecho a decidir e hizo a Sànchez presidente por amplia mayoría.

Sin ningún tipo de duda, se trata de acuerdos con una clara impronta democrática por parte de tres organizaciones que a estas alturas siguen defendiendo la legitimidad del pseudo-referéndum del 1 de octubre porque existía un mandato político que emanaba de la voluntad del pueblo reflejada en una mayoría parlamentaria. Y así fue, a pesar de pequeños detalles sin importancia, como no tener competencias, saltarse el Estatuto y tener un número de votos inferior al 50% del censo, como nos vimos embarcados en una peculiar campaña para hacer una consulta de la que nadie sabe a estas alturas de donde salió el censo, y en que, vista la carencia de entusiasmo participativo de algunos partidos, los propios organizadores imprimieron y colgaron carteles del PSC, Ciudadanos o el PP pidiendo el voto negativo, a ver si así se animaban un poco. En el fondo la revolución de las sonrisas siempre ha tenido este componente imaginativo para cambiar la realidad y retorcerla hasta hacerla encajar en unos deseos confundidos con derechos.

Por eso, el criterio que sostiene la legitimidad del referéndum deja de ser válido cuando el Parlament de Catalunya aprueba una moción donde se pide al Presidente de la Generalitat que convoque elecciones o se someta a una cuestión de confianza. Argumentos para justificar el escamoteo no faltan, desde "este no es el Parlament elegido por el pueblo sino por Llarena porque hay diputados que no pueden votar" -obviando que esto es así porque los presos y huidos exconvergentes se han negado a delegar su voto, cómo han hecho los republicanos-, retando a la oposición a presentar una moción de censura, o aduciendo, como la nueva estrella emergente del universo independentista, Josep Costa, que "políticamente la moción ha sido rechazada, porque hay que ser fieles a los resultados de las elecciones del 21-D", sea cual sea lo que eso signifique.

Visto con perspectiva, uno diría que para los independentistas el resultado de una votación es una cosa relativa, que está muy bien cuando legitima que unos cuántos hagan aquello que les viene en gana, pero pasa a ser más bien indicativo, o directamente ilegítimo, si el resultado no es de su agrado. Si de verdad esto va de democracia, qué miedo dejarla en sus manos.

 

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