El riesgo de escribir

No es fácil escribir en tiempos de penumbras e insolidaridades. No lo ha sido nunca, y menos cuando el que escribe quiere mantener su independencia, su espíritu crítico. Entonces corre peligro de ser visto como un apestado, como un enemigo del pueblo, o como un doctor Stockmann cualquiera, aquel personaje de Ibsen que, después de denunciar la existencia de una importante contaminación en las aguas de un balneario turístico de un pueblo noruego, fue marginado por parte de las fuerzas vivas de la comunidad, no fuera que su denuncia pudiese estropear el negocio que todos ellos tenían montado en torno a las falsas aguas balneáricas.

A menudo escribir la verdad –nuestra verdad– puede implicar una pena de ostracismo, y en más de un caso, de reclusión por una larga temporada en una prisión lejana. El doctor Stockmann comprobará que no siempre la verdad nos hace libres; más bien nos convierte en seres solitarios. Para intentar evitar estas penalidades, muchos escritores, cuando quieren denunciar una situación que perciben como injusta, optan por hacer referencia en sus textos a unas injusticias pasadas, pero que guardan una innegable relación con las que hoy nos rodean.

La novela Senyoría, de Jaume Cabré, donde se hacen patentes las conductas corruptas de altas autoridades en la Barcelona de finales del siglo xviii, es un buen ejemplo de lo que digo.También son un ejemplo de lo que estoy comentando algunas de las obras de teatro histórico de autores castellanos como Antonio Buero Vallejo (Un soñador para un pueblo, El concierto de San Ovidio), o de autores catalanes como por ejemplo Jordi Teixidor (El retablo del flautista). Son obras que contienen una crítica larvada a la dictadura franquista que todos ellos tuvieron que sufrir; a la dictadura y a todos sus cómplices: visto que criticar abiertamente aquel régimen podía comportar el final de una siempre precaria vida literaria, se acudía a algunas figuras históricas que guardaban una cierta similitud con las que entonces dirigían el Estado.

Algunos articulistas de los años de plomo del franquismo destacaban también por su habilidad para escabullirse de la censura (no siempre lo conseguían), a base de hablar de personas e instituciones de otros países que podían hacer pensar en las que teníamos al lado. Así, el entonces profesor de derecho político en la UB Manuel Jiménez de Parga, que escribía en Destino con el pseudónimo de Secondat (apellido de Montesquiu: escoger un apellido como aquel suponía toda una declaración de principios), cuando nos ilustraba sobre los peligros de la quinta República francesa, propiciada por el general Charles de Gaulle (entonces presidente de aquella República) y nos decía que aquello era una puerta abierta a una dictadura constitucional, también nos estaba alertando, de una manera implícita, sobre la triste realidad del Estado español: aquí no había ninguna posibilidad de caer en una dictadura constitucional, puesto que ni siquiera teníamos una Constitución digna de ese nombre. Por fortuna para el conjunto de los franceses, el general Charles de Gaulle no era el general Franco, si bien tenía algunos tics autoritarios que lo acercaban a la figura de un dictador.

Curiosamente, estos textos de Jiménez de Parga, que ya tienen más de medio siglo de vida, pueden tener una cierta actualidad, puesto que los peligros de caer en una dictadura constitucional son, como los lectores saben, absolutamente reales y casi tangibles. Escribir en estos tiempos de miseria moral no solamente puede suponer un gran riesgo, sino también una insuperable contradicción: todos los que escribimos en los medios sabemos que no todo se puede comunicar. Cada medio de comunicación puede tener determinados tabúes que es mejor no tocar: a veces el Barça, a veces La Caixa, a veces la CUP u otro partido político escorado a la izquierda.

Realmente es bastante extraño que unos medios denominados de comunicación silencien o pasen de puntillas sobre determinados temas que a todos nos afectan, o que directamente tergiversen la realidad y la acomoden a sus particulares intereses. Bien: las aguas de los balnearios del mundo continúan estando contaminadas y cada vez hay menos doctores Stockmanns que se atrevan a denunciarlo abiertamente.

El poder y sus aparatos, preventivos y represivos, siguen dando miedo.

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