Reinventando las tradiciones

Catalunya es un país milenario que disfruta innovando sus tradiciones. La extraña danza que dio la bienvenida a esa especie de Gobierno S.A. que ha venido en llamarse Consejo de la República es un magnífico ejemplo. Los movimientos ejecutados con maestría por la bailarina María Teresa Agustí causaron sorpresa en unas redes sociales especialmente crueles, que enseguida hicieron memes donde la danza era acompañada de músicas como Amparito Roca, el pasodoble que suele sonar en las corridas de toros .

El escándalo llegó a un punto que incluso el ex-consejero huido de Cultura, Lluís Puig, -por cierto nieto de un requeté muerto en la batalla del Ebro- se vio obligado a romper su silencio para explicar a la plebe que habían tenido el alto honor de contemplar una danza de homenaje, un baile tradicional que pueden ejecutar uno o más danzantes ante personas de calidad y que data, nada menos, que de 2009.

Tampoco hay que darle más vueltas, y menos después de tanto tiempo. Al fin y al cabo, la verdadera tradición catalana siempre ha consistido en inventarnos nuestras tradiciones. Ya lo hicimos durante la década de los 80, cuando los ayuntamientos democráticos necesitaban llenar sus calles durante la fiesta mayor de algo más que de unos castillos que durante demasiados años habían sido reconocidos en toda España por ser el plato fuerte de la demostración sindical que tenía cono escenario el estadio de Chamartín -el Santiago Bernabéu- cada 1 de mayo para celebrar el día de San José Artesano, que no Obrero, en reconocimiento a un dictador que sentía, según dicen, un auténtico deleite al ver cómo se iban cargando y descargando torres humanas.

Así fue, a partir de una lectura del costumari de Joan Amades, que habla de un baile de diablos que se hizo con motivo de la boda de Berenguer IV con Peronela de Aragón, y de la contemplación de algunas procesiones del Corpus que representaban la lucha entre el bien y el mal, entre ángeles y demonios, como se crearon los correfocs. Un espectáculo vistoso, que pronto tuvo gran aceptación y se extendió por toda Catalunya.

Hoy vivimos los correfocs como si siempre hubieran existido y de su defensa dependiese el futuro del país, mientras dejamos morir otras tradiciones que no hace tanto eran muy vivas, como la castañada, que languidece a la sombra de algo llamado halloween.

¿Cuánto tiempo hace que no sentimos cantar unas caramelles que cada año retroceden más en todo el país? Poco a poco las tradiciones de verdad quedan arrinconadas en estudios etnográficos sin que ni el más alocado de los nacionalistas mueva un dedo para evitarlo. Estamos demasiado ocupados reinventándonos. Creando nuevas costumbres que no tienen más propósito que esconder un pasado con el que no tenemos una relación muy buena.

Por eso damos alas a las fantasías historiográficas de entidades pseudocientíficas como el Institut de Nova Història, galardonado con el Premio Nacional Lluís Companys por Esquerra Republicana de Catalunya y, dicen las malas lenguas, ampliamente financiado por la Generalitat de Catalunya para seguir con su encomiable tarea de demostrar la catalanidad de Santa Teresa de Jesús, Miguel de Cervantes, Cristóbal Colón y el Lazarillo de Tormes. Su último gran descubrimiento: el flamenco no es español, es un baile que llegó a Catalunya traído por gitanos provenientes de Flandes.

Ignoramos si este invento tiene relación con la necesidad de justificar que el mayor éxito internacional de la cultura catalana desde hace muchos años, haya venido de la mano de Rosalía Vila i Tobella, una cantaora catalana de flamenco que triunfó de manera escandalosa en la última edición de los premios Grammy Latinos.

Probablemente, la necesidad de inventarnos tradiciones tenga mucho que ver con la voluntad de esconder que la cultura española y la cultura catalana son tan inseparables como su historia. Que están ligadas de forma tan estrecha que la única manera de obviarlo es no mirar hacia el pasado.

Cuando lo hacemos nos encontramos con sorpresas como, por ejemplo, que el compositor de Amparito Roca fue un señor de Barcelona que se llamaba Jaume Teixidó i Dalmau, un militar que se adelantó a su tiempo para adentrarse en el mundo de la publicidad. Suyo es el jingle que popularizaron los turrones El Lobo.

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