El protectorado de Cataluña

Con la toma de posesión de Quim Torra como presidente 131 de la Generalitat, la formación del nuevo gobierno y el levantamiento provisional de la aplicación del artículo 155 se acaba, de momento, el convulso ciclo político iniciado con la aprobación de las leyes del referéndum y de transitoriedad jurídica de los días 6-8 de septiembre del año pasado. Antes de estas fechas éramos una comunidad autónoma, después fuimos una república independiente abortada, después una provincia pre-democrática y nos hemos acabado convirtiendo en un protectorado.

Esta fórmula es la que aplicaron, por ejemplo, Francia y España para ejercer la dominación y el control sobre Marruecos durante la primera mitad del siglo XX: era un país con una soberanía castrada, donde los resortes fundamentales del poder –el ejército, la justicia y la moneda- estaban en manos de los dos estados europeos que lo tutelaban, a pesar de que la representación institucional la ejercía formalmente el sultán, con las competencias muy limitadas y vigiladas. Finalmente, Marruecos obtuvo la independencia en 1956, con Mohamed V.

Los hechos de septiembre y octubre del 2017 han provocado una profunda herida que ha deteriorado la relación de confianza que había entre la Generalitat y el Estado español desde el regreso del presidente Josep Tarradellas, en 1977 y que ha acentuado la división de la sociedad catalana entre independentistas y no independentistas. Esta doble ruptura ha causado un trauma muy doloroso que tardará años en poder ser curado y ha creado una niebla tóxica de mal rollo y desconfianza que lo invade todo.

No hay que tener una bola de cristal para constatar que el único gran beneficiado de todo este descalabro son y serán Albert Rivera y Ciudadanos. Si no comete grandes errores ni le descubren casos de corrupción, el político de la Barceloneta lo tiene todo de cara para llegar en 2020 a la Moncloa. Este escenario es tétrico para los independentistas catalanes. Ya saben que Ciudadanos será mucho más intransigente e implacable que no M. Rajoy en la tarea de homogeneizar Cataluña con el conjunto del Estado español y de reprimir las pulsiones secesionistas.

Con el levantamiento del artículo 155 y con la frágil estabilidad del bloque independentista, fragmentado en cuatro familias cada vez más irreconciliables –ERC, PDECat, puigdemontistas y la CUP-, no volveremos al «oasis catalán» de Jordi Pujol, Pasqual Maragall y José Montilla. El Estado español, que cuenta con el pleno apoyo de la Comisión Europea, ha tomado nota de la deslealtad de la Generalitat y actuará en consecuencia para evitar que se vuelva a producir un conato de independencia, sea con o sin sonrisas.

Por eso, atará muy corto las finanzas del gobierno catalán y mantendrá un estrecho marcaje sobre los Mossos d’Esquadra. Cargado de razones, el Estado español no dudará en sacar la tarjeta amarilla o roja cada vez que considere que la Generalitat o el Parlamento se extralimitan en sus competencias y la amenaza de volver a aplicar el 155, en condiciones todavía más duras, planeará desde ahora, y de manera permanente, sobre el gobierno de Quim Torra. El camino legal ya ha quedado abierto, se ha accedido a las entrañas de la Generalitat, se ha constatado la capacidad real de oposición y resistencia del movimiento independentista organizado y estructuras capitales de la estrategia procesista –como el Diplocat, el CTTI o la incipiente Agencia Tributaria de Cataluña- han sido reventadas.

A banda, está la delicada situación de la treintena de dirigentes independentistas que están en la cárcel, en el extranjero o están imputados en peligrosos sumarios judiciales. Depende de la línea de actuación que emprenda Quim Torra, estas causas pueden acabar en una mera inhabilitación… o en duras condenas que nadie desea: ni los mismos afectados, ni los partidos que les apoyan, ni M. Rajoy, ni Pedro Sánchez, ni la Zarzuela, ni Jean-Claude Juncker, ni las voces más sensatas –que las hay- del propio poder judicial español.

El único electrón que queda libre es el de Carles Puigdemont, que está retenido, de momento, en Alemania contra su voluntad. También Mohamed V, antes de regresar a Marruecos y proclamar la independencia, estuvo confinado en Madagascar. ¿Qué decidirán, finalmente, las autoridades judiciales alemanas? Este es el quid palpitante de la cuestión. Las palabras del jefe de los servicios alemanes de inteligencia, Hans-Georg Massen, dando por buena la tesis de la injerencia del Kremlin en la expansión mediática, a través de las redes sociales, del proceso independentista catalán, no le ayuda.

Si Alemania extradita a Carles Puigdemont, el gobierno de Quim Torra, muy probablemente saltará por los aires e iremos a nuevas elecciones. Pero este panorama tampoco no lo quiere nadie, excepto los independentistas más hiperventilados que abonan la estrategia de cuanto peor, mejor. En este sentido, la decisión de la fiscalía belga, dejando en papel mojado la euroorden del magistrado Pablo Llarena contra los ex-consejeros Meritxell Serret, Lluís Puig y Toni Comín, es un precedente que ayuda a la estrategia de la distensión y la «desescalada».

El presidente Quim Torra inicia su mandato, prisionero de una doble presión. De un lado, de quienes le piden, con Carles Puigdemont al frente, que mantenga la estrategia de tensión y desafío al Estado español. Del otro, con Oriol Junqueras como máximo exponente, que le exigen que «sea obediente» para ayudar a una resolución lo más favorable posible de sus dosieres judiciales. Es en estas coordenadas diametralmente contrapuestas que nace el protectorado de Cataluña.

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