Decencia política

Cada vez que me asomo a este espacio, que tengo el honor de compartir con Cristina, Siscu, Xavier y Jaume, descubro no sin aprensión, que llevo más de dos meses sin decir esta boca es mía. Y me cuesta explicármelo ¿Es consecuencia de la natural depresión subsiguiente a los sucesos de octubre? ¿Tetanización, como la que está afectando a los enmudecidos pregoneros del procés? ¿Contagio de la fiebre amarilla? ¿Simple aburrimiento? ¿Efecto de los opiáceos del 155? Quizá solo producto de alguna de las mil vicisitudes de la cotidianeidad.

Total, que aplicándome el cuento de la reflexión que sugería en aquel artículo del 21 de diciembre, confieso que, entre las abundantísimas cuestiones que me desazonan, figura con luz propia la cuestión de los Jordis, Junqueras y Forn; es decir, la de los presos del procés. Como afectado por la ictericia, todo el espacio público, físico y psicológico ha adquirido un color amarillo, teóricamente destinado a recordarnos que en España hay presos políticos (catalanes), que, en consecuencia, no hay democracia e, incluso, que Franco nunca se fue.

No ríos, sino mares de tinta han corrido en torno a la cuestión. De la noche a la mañana, como sucede con otras de las muchas caras del procés, somos apelados a debatir sobre complejas cuestiones jurídicas. Cosa, que cabe recordar, no es solo obra del «Estado», en lenguaje nacionalista, sino de los artífices del invento independentista que, desde el minuto cero, han jugado con entusiasmo en este campo. Si no, que se lo pregunten a Carles Viver Pi-Sunyer y a sus boys. Más allá, en fin, de esta condición de abogados de secano, a que estamos reducidos cuando se nos exhorta a pronunciarnos sobre si los cuatro líderes independentistas son o no presos políticos, cabría plantearse, me parece, algunas cuestiones conexas, no exentas de interés.

Por ejemplo, como parece, si la política es un territorio blindado para quienes la ejercen. O, dicho de otro modo, que en la política cabe todo; que el solo hecho de ejercerla le libra a uno de las responsabilidades y consecuencias que conllevan los actos humanos. Algo de esto existe, incluso formalmente, con la figura del aforamiento, que parece referirse a cuestiones, digamos, relacionadas con la delincuencia común, como robar, que tan de moda está.

¿Y qué ocurre con la delincuencia política de guante blanco? ¿Es que una decisión política que conlleva graves daños, en muchas ocasiones cuantificables, a las personas e incluso a grandes conjuntos sociales, está destinada a pasar de largo, como una nube de verano? ¿Y si, por añadidura, vulnera las leyes?

Ocurre con esto de la política algo parecido a lo que pasa con el dinero: como constituye una clave del sistema de cosas dominante, el sistema, incluido el marco jurídico, claro, tiende a ampararlo, protegerlo, descriminalizarlo… Si la propiedad es un robo, cuidado con llevar las cosas al extremo a la hora de juzgarla. Cabe el juego, claro, pero limitado. Y tres cuartos de lo mismo pasa con la política. Por no haber, como con el dinero, no hay ni figuras penales adaptadas a ciertas fechorías. Porque si las hubiera y vistas las consecuencias de ciertos actos, los castigos serían inconmensurables. Y que conste que esto no implica reclamar la instauración de tribunales políticos sino, simplemente, recordar que la política, por ser de todos, debe dar ejemplo de decencia.

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