El odio de cada día

Las redes sociales -especialmente, Facebook y Twitter- han cambiado el paradigma de las comunicaciones entre las personas, como nunca antes había pasado en la historia de la humanidad. Bajo el amparo del anonimato o de las falsas identidades, miles de haters se dedican a vomitar su bilis para comentar la actualidad o arremeter contra aquellos que son o piensan de manera diferente. Como se creen impunes, escondidos detrás del pseudónimo que permiten y protegen las empresas que ofrecen estos servicios telemáticos, estos desgraciados profieren insultos o gravísimas calumnias que nunca osarían decir en público si tuvieran que dar la cara.

Ya dicen que las leyes siempre van por detrás de la realidad, pero es evidente que las que hay no nos sirven para cortar de raíz este fenómeno que ensucia las redes sociales y las ha convertido en altamente venenosas y tóxicas. Como internet facilita esconder los perfiles en países remotos, es muy difícil que el brazo de la justicia y de la policía pueda llegar a identificar y a actuar contra muchos de estos incitadores y propagadores del odio. El caso es especialmente grave en los niños y adolescentes, que a menudo son víctimas de campañas de insidias que tienen por objetivo estigmatizarlos para destruir su autoestima y los aboca a la depresión.

El proceso independentista catalán ha coincidido con la eclosión de las redes sociales y sus actores se han servido profusamente de las nuevas tecnologías para difundirlo. La reacción que han provocado los secesionistas en sus contrincantes españolistas ha sido fulminante y, de manera inevitable, Facebook, Twitter, Whastsapp… se han convertido en un campo de batalla donde unos y otros se intercambian todo tipo de invectivas, en muchas ocasiones altamente hirientes, y se desatan campañas que propugnan la demonización y aniquilación del otro.

El uso intensivo de las redes sociales para provocar e insultar es la expresión 2.0 del viejo contencioso catalán, que, si vamos al fondo de la cuestión, arranca de la insatisfacción provocada en una parte de la población por el veredicto del Compromiso de Caspe… ¡en 1412! Este antiguo sentimiento de derrota y de frustración por la desgracia del conde de Urgell se ha ido filtrando a lo largo de los siglos y ha marcado el subconsciente de generaciones y generaciones de catalanes, con cíclicos estallidos de resistencia, derrota y represión, como el actual.

Visto en perspectiva, es patético que personas formadas y maduras se desahoguen a través de Twitter y Facebook con ataques corrosivos y despiadados contra sus contrincantes y que los comentarios más agresivos merezcan el aplauso y la multiplicación de su difusión. Hemos creado un ambiente bélico virtual que genera confusión y desesperanza y, lo que es peor, que condiciona y oprime el debate político.

El miedo al «qué dirán de mí en las redes» parece que fue determinante en la decisión del presidente prófugo Carles Puigdemont de no convocar elecciones aquel fatídico 26 de octubre. Por culpa de esta presión invisible, el gobierno de la Generalitat, en aplicación del artículo 155 de la Constitución, fue destituido y ocho consejeros fueron enviados a prisión por la juez Carmen Lamela.

Todo queda sólo en palabras, dicen los que justifican estas malas prácticas. La libertad de expresión no se debe coartar, afirman los más combativos. Pero lo cierto es que las redes instantáneas contribuyen a crear y a hinchar un clima de crispación que no ayuda en nada a la resolución de los problemas y de los conflictos, que necesitan tiempo y espacio de negociación. Al contrario, elevan la anécdota a categoría y la exacerban con mentiras y violencia dialéctica.

Esta semana pasada, el Tribunal Penal de La Haya ha condenado a prisión perpetua al general serbio Ratko Mladic, acusado de perpetrar las atrocidades de Srebrenica y Sarajevo durante la guerra de los Balcanes. Yugoslavia era un estado próspero, culto y civilizado cuando estalló el enfrentamiento interétnico que destruyó y descuartizó su territorio y su gente. La semilla del odio, regada por los medios de comunicación, arraigó y provocó una escalofriante y abominable matanza entre hermanos y vecinos. Debemos no olvidar nunca el drama balcánico: ¡y esto que entonces no había ni Facebook ni Twitter!

Las redes sociales son plataformas por donde el odio circula y se expande a gran velocidad. Controlarlas para desenmascarar y denunciar quienes transgreden las normas básicas de convivencia colectiva es una cuestión de salud pública. La paz es el valor supremo de la civilización y todos los que la pongan en peligro –lleven la bandera que lleven- tienen que ser expulsados de las tribunas donde se forja el debate público.

La relación Cataluña/España necesita reflexión, diálogo y debate pausado, no descerebrados que disparan sus filias y fobias a chorro y contaminan la comunicación. Los independentistas tienen que superar el síndrome del «imperio medieval perdido» y los constitucionalistas tienen que modernizar las estructuras del Estado para que todo el mundo se encuentre cómodo en él. No es tan difícil recuperar la concordia si hay buena voluntad por ambas partes.

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