Decadencia

Lo que está ocurriendo con Donald Trump evidencia, entre otras muchas cosas, que los Estados Unidos de América se encuentran en manifiesta decadencia. En tal sentido, más que preguntarnos (como Arnold J. Toynbee y James Burke lo hacen con respecto al Imperio romano) sobre el porqué de tal cosa, deberíamos más bien sorprendernos de que su poderío haya durado tanto tiempo.

El Imperio romano, en su cénit con Trajano (98-117 dC), disponía de un gran Ejército y una extensa administración pública. Entre la clase privilegiada, el Estado gozaba de legitimidad ideológica como la única civilización aceptable. Existían desigualdades extremas de riqueza y posición social. Y las redes comerciales de gran alcance permitían incluso a los hogares modestos utilizar bienes fabricados en tierras lejanas. Se incrementó la crueldad, la extorsión y la corrupción. La autoridad imperial quedó en manos de aquéllos dispuestos a comprarla. La casta, exenta del pago de la mayoría de los impuestos, acaparó una parte cada vez mayor de la riqueza… Un panorama, quizá común a todos los imperios y que, salvando las distancias, no oculta similitudes con el de los actuales EE.UU.

El muro (de la vergüenza) con México simboliza mejor que nada el aislamiento y la decadencia hacia la que rápidamente se están deslizando los EE.UU. Porque, en contra de lo que pueda pensar Donald Trump, esa barrera, más que proteger su territorio, lo que hace es encerrarlo en sí mismo. Su función, como repite machaconamente Trump, es impedir que los emigrantes vayan a robar a los autóctonos en territorio norteamericano, cuando lo que ocurre es justamente lo contrario: son los autóctonos, en forma de patronos de la agricultura, la construcción, los servicios de limpieza… los que se enriquecen con la mano de obra barata inmigrante.

Son las grandes tecnológicas norteamericanas las que se benefician, en régimen de monopolio, de usuarios de todo el mundo y quizá por eso no le ponen nada buena cara a Donald Trump. No son las únicas. Hasta Boeing y General Electric no ahorran críticas a la reculada del presidente, que no les viene nada bien a sus negocios planetarios. Tampoco le hará mucha gracia al prometedor sector de las nuevas energías decisiones como salirse del pacto de París contra el calentamiento global…

Desde su nombramiento, Donald Trump dejó muy clara su apuesta por el petróleo que, junto a la fabricación de armas y las finanzas, son los sectores que, en principio, más le bailan el agua a sus políticas. De ahí, el juego innombrable de Trump con Putin y sus carantoñas a saudíes e israelíes. Porque de lo que se trata, según ponen de manifiesto sus palabras y sus obras, es de agarrarse a lo conocido, de volver al terruño, de defender lo «déjà connu», de envolverse bien envuelto en la bandera patria, pensando que todo el mundo se aprovecha de los norteamericanos.

La paranoia del «nos roban», propia como bien sabemos de los nacionalismos, está llevando a EE.UU., de la mano de Donald Trump, a creer que todo el mundo tiene barra libre en su país cuando como, bien se sabe, es todo lo contrario. Es decir, que las empresas norteamericanas, empezando por el dólar, se han beneficiado escandalosamente de todo bicho viviente. Con la particularidad, para desesperación de Trump, de que muchas de esas empresas son cada vez menos americanas y más globales. Que sus intereses dependen más de fuera que de dentro. Por ejemplo, en el ámbito de la energía.

«Si Estados Unidos no quiere jugar el juego después de tantos años de negociaciones, tendrá sin duda consecuencias diplomáticas, más allá del clima y concretamente cuando se trate de encontrar aliados sobre tal o cual cosa», advierte David Levaï, director del Instituto de Desarrollo Sostenible y Relaciones Internacionales.

Este movimiento hacia una economía del pasado (en consonancia con una política del pasado) carece de sentido a tenor de las cifras. Según la Agencia Internacional de Energías Renovables, el sector contaba en 2016, con 9’8 millones de puestos de trabajo en el mundo, con un incremento del 40% desde 2012. Unos 777.000 norteamericanos trabajaban ese año en energías renovables y sólo en fotovoltaica los empleos aumentaron un 25%.

Y como no hay decadencia sin decadentes, ahí tenemos a Donald Trump, retrato de todas las decadencias. Como la tuvo el decadente imperio de los Austrias, en la persona de Carlos II, la cara de presidente actual de EE.UU. lo dice casi todo. Lo malo es que tras ella parece esconderse algo peor como, por ejemplo, la idea de que su país y por extensión el mundo son un predio, que se gobierna como los predios que heredó de su padre. Peligrosa decadencia.

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