La gran esperanza blanca

Stephen Bannon ha sido el estratega de la campaña electoral de Donald Trump y ahora su ideólogo de confianza y miembro permanente del Consejo de Seguridad Nacional. Una especie de Federico Jiménez Losantos de retórica violenta y convicciones ultras, provocador, brillante y enfermizamente egocéntrico que desde el portal web que dirige, Breitbart News, ha mostrado el camino de la revolución conservadora global. Su influencia sobre Donald Trump es incuestionable. Y no sólo eso: diez años después de la fundación del portal ha logrado 45 millones de usuarios únicos al mes –The New York Times tiene 70 millones- y se ha convertido en la plataforma estelar de lo que se denomina Alt-right, la derecha alternativa.

La revolución conservadora, relegada a las catacumbas por los aires renovadores de los años 60, ha viajado con la ley del péndulo para devenir hegemónica. Gramscianamente hegemónica. Insinuada por Ronald Reagan y Margaret Tatcher, que perpetraron la introducción de la doctrina neoliberal; más tarde, reivindicada por Fox News –el canal de Rupert Murdoch– y el Tea Party, que, ya sin complejos, decantaron el Partido Republicano hacia la ultraderecha; y, finalmente, aclamada por el Alt-right, la revolución conservadora ha salido del armario sociológico para escarnecer la corrección política y recuperar tradiciones y valores superados por la posmodernidad mediante una cruzada moral y global con aromas de la Cristiandad de Occidente.

«Soy leninista», dice Bannon. «Lenin quería destruir el Estado, y éste es mi objetivo. Quiero que todo colapse, que colapse el sistema«. La delirante referencia a Lenin es calculada y provocadora. Nada más alejado del comunismo que Donald Trump, pero su guerra abierta contra los grandes medios de comunicación –The New York Times, Washington Post, CNN, Univisión…- a los que acusa de manipular y mentir; su lucha enconada contra las élites –según The New York Times, de los CEO (directores generales) de las 100 primeras corporaciones americanas, ni uno solo apoyó a Donald Trump-; las invectivas contra la todopoderosa industria farmacéutica o las proclamas contra las deslocalizaciones, el libre mercado y la globalización y a favor del proteccionismo lo han convertido en un outsider, en un antisistema. Luchas, todas ellas, arrebatadas a una izquierda agónica o desaparecida y con las que el multimillonario Donald Trump ha seducido a las capas damnificadas por la globalización.

Sin embargo, está la otra cara de la moneda ideológica. Una vertiente perversa, letal y, ciertamente, peligrosa: el supremacismo blanco y el racismo, la homofobia militante, el anti-intelectualismo, la batalla contra el feminismo, el negacionismo climático, el fundamentalismo cristiano, la islamofobia más descarnada y la guerra declarada a la inmigración. «Make America Great Again» –que ya utilizó Ronald Reagan en 1980- o el «Nosotros, primero» son los eslóganes de cabecera del movimiento. Y todo ello, reproducido y amplificado sin escrúpulos, aprovechando el anonimato, mediante las redes sociales, chats, foros de Internet, Youtube…

La revolución conservadora no es, sin embargo, un fenómeno exclusivamente americano. En Gran Bretaña, por ejemplo, Breibart London -15 millones de visitas mensuales- ha sido uno de los motores de la campaña del Brexit. De hecho, los gurús que alimentan a los columnistas y opinadores de la Alt-right son los mismos que han nutrido el nacional-populismo ultraderechista de nuestro continente: Friedrich von Hayek y Ludwig von Mises en economía; Julius Evola, Oswald Spengler, Alain de Benoist… Ya un lejano 1984, un partido francés llamado Frente Nacional, encabezado por Jean Marie Le Pen, más salvaje y menos refinado que el actual, encabezado por su hija, obtenía el 11% de los votos. Todavía no asustaba a nadie. «Es su techo natural», decían los analistas. A lo largo de aquella década, el FN arrebató sin contemplaciones el voto comunista de las barriadas obreras de las periferias urbanas. En las elecciones presidenciales del 2012, Marine Le Pen obtuvo el 31% del sufragio obrero. Paralelamente, la socialdemocracia europea ya había abandonado cualquier reminiscencia transformadora para refugiarse en la confortable quietud del poder, de los escaños, de los consejos de administración… La política convertida en un apéndice estúpido de la economía que es, al fin y al cabo, quien impone las normas.

Chavs es un excelente libro de Owen Jones que retrata la gradual demonización de la clase obrera británica con la complicidad del laborismo. Chavs es un término peyorativo que se podría traducir como poligonero, nini, choni o cani, hijos de la clase obrera, huérfanos de referentes, que gastan el dinero en coches tuneados y zapatillas de marca. Sus padres fueron miserablemente engañados cuando, en la época de las vacas gordas, les hicieron creer que habían ascendido de división y que pertenecían a la próspera clase media. Se había conseguido el anhelado sueño liberal: erradicar la lucha de clases.

Timo Soini, líder de Finlandeses Auténticos (FA), un partido nacional-populista que consiguió el 19% de los sufragios en el 2011, definía así a su formación: «Un partido de la clase obrera sin socialismo«. En Francia –y no sólo en Francia- quien defiende con más vehemencia el Estado del Bienestar es el FN. Exige un férreo proteccionismo y la garantía y profundización de los servicios públicos, pero ¡atención!, para los autóctonos y nativos. Nos encontramos en una terra incognita imprevisible y desconcertante donde las familiares coordenadas que regían la batalla social –derechas e izquierdas- han saltado por los aires. Asistimos a una versión 2.0 de apocalípticos vs. integrados con múltiples fracturas: los perdedores de la globalización y los que se benefician de ella; sociedad abierta «sin fronteras» y sociedad cerrada del estado-nación; posmodernidad y tradición; cultura de gobierno y antisistema… Y la más sangrienta de todas: identidad y multiculturalidad. Una multiculturalidad mal entendida que, a menudo, se asocia a aquello que se denomina «políticamente correcto» y una afirmación identitaria que gana terreno con la ultraderecha del «Nosotros primero». Muy recomendable la lectura del libro de Amin Maalouf Identidades asesinas, en el que explica la gestación de esta afirmación identitaria y las consecuencias pavorosas en Ruanda, en los Balcanes o en la Alemania de los años 30.

En Europa nos hemos empecinado en repetir una y otra vez los errores cometidos por generaciones anteriores. Sólo hay que observar las reivindicaciones y las furiosas diatribas islamófobas de la miríada de partidos europeos –en Francia, en Holanda, en Austria, en los países nórdicos, en Hungría…- que tarde o temprano podrían lograr el poder. Si la narrativa identitaria se impone la consecuencia natural podría ser, y es una posibilidad, la limpieza étnica, una aberración que este continente ya ha vivido en otras ocasiones.

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