La deconstrucción de Europa

La UE ha quebrado. Cuando menos, la Europa que nos han impuesto en los últimos 25 años y que no tiene nada que ver con la de la Declaración Schuman, la del carbón y el acero, aquella que pretendía inmunizar de una vez por todas un continente que se había convertido en un campo de batalla secular de las tentaciones bélicas y expansionistas. Desde la izquierda siempre se había alertado, sin demasiado éxito, de la perversa deriva que estaba tomando la construcción europea. El Tratado de Maastricht (1992) otorgó patente de corso a los sectores financieros y oligárquicos que impusieron la doctrina neoliberal. La moneda única serviría únicamente para garantizar la rentabilidad de los capitales y facilitar el endeudamiento descomunal de los llamados «periféricos», mientras que la Europa de la economía social, ejemplo y modelo alguna vez, era condenada al desguace implacable. Y la guinda del pastel: los contribuyentes europeos han aportado 700.000 millones de euros para el rescate bancario.

Hoy, el balance es desolador. En el Sur, el tejido industrial ha desaparecido y se ha instalado la precariedad y la austeridad permanente. Hace unos años, fervientes europeístas; ahora la fe tambalea. Según las encuestas del Pew Research Center, el 71% de los griegos no quieren ni oír hablar de Bruselas y el 39% de los italianos, tampoco. Hacia el Este, el fracaso de la integración ofrece estadísticas para la reflexión. La mitad de los polacos, checos, húngaros y eslovacos dudan sobre si se ha mejorado respecto a 1989 y el 60% de rumanos manifiestan que se vivía mejor bajo la satrapía de Ceaucescu. Incluso, en el corazón de la UE, allá donde los beneficios han sido cuantiosos, también crece la duda y la nostalgie. Un estudio elaborado por el Centro de Investigaciones Sociológicas Berlín-Brandeburgo entre adultos de las zonas orientales de Alemania revela que el 52% de los encuestados considera que el capitalismo es un sistema destructor que no funciona y valoran muy positivamente algunas circunstancias de la antigua RDA, como la plena ocupación (66%), la igualdad de la mujer (69%) o las prestaciones a los trabajadores y la seguridad social (62%).

Intrascendente en el nuevo tablero mundial que se perfila multipolar y oriental y abandonada por su protector, la UE –o lo que quede- también tendrá que repensar su lugar en el mundo, sin OTAN ni tutelas imperiales. Quién iba a decir que Europa sería un día aquel «Imperio del Mal» con el que Ronald Reagan definió la Unión Soviética de Andrópov allá por los años 80. Las declaraciones a la BBC del futuro embajador norteamericano en Bruselas, Ted Malloch, han desconcertado a la clase política europea. «En el pasado, yo ya estuve en lugares diplomáticos que me permitieron colaborar en el hundimiento de la URSS. Ahora nos encontramos con otra Unión que también necesita ser domesticada». No era ningún secreto la animadversión de Donald Trump hacia la UE, pero sorprende la virulencia con la que anima a los «pueblos de Europa» a seguir la senda de los británicos.

Pero la tragedia europea se esconde en sus propias entrañas, condenada a repetir los sangrientos errores de ayer. Surgen, ya sin complejos, los fantasmas de un pasado no demasiado lejano: los nietos de Hitler, Mussolini, Franco, Petain, Horthy y Antonescu ocupan los escaños, las alcaldías, las concejalías y se aprestan al asalto del poder. Hace tres semanas, en Coblenza (Alemania) se organizaba una conferencia paneuropea con unos ponentes de lujo: Marine Le Pen (Frente Nacional), Franke Petry (Alternativa por Alemania), Geert Wilders (PVV, Holanda), Matteo Salvini (Liga Norte) y Harald Vilimsky (Partido por la Libertad, Austria). Uno clamaba por una «primavera patriótica» para hundir a la UE y rescatar la soberanía nacional; otro anunciaba «el regreso de las naciones-estado» y un tercero exigía respeto «por las identidades que nos unen». El ambiente era festivo. Las elecciones generales son este año en Francia, Holanda y Alemania y parece que no les irá nada mal, según las encuestas. La fórmula xenófoba del «Nosotros primero» funciona, se extiende y está ganando la partida.

Entre el neoliberalismo que ha condenado a las clases media y trabajadora de Europa a la miseria y la ultraderecha que recoge los beneficios de la frustración y el descontento. Algo huele a podrido en la UE.

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