Tiburón a secas

En vísperas de su nominación oficial como presidente de los Estados Unidos de América, Donald Trump exhibe, sin trampa ni cartón, maneras típicas de dictador: discurso patriótico-popular, muy del agrado de los más pringados, salidas por la tangente y, desde luego, alfombra roja a los grandes intereses.

Wall Street, las corporaciones y hasta el propio dólar ya están descontando las futuras decisiones de Trump. Saben, como lo supieron los ricos alemanes, italianos o españoles, que dictaduras como las de Hitler, Mussolini y Franco les van de perillas al capital. Reducen los derechos laborales, minimizan la competencia, promueven las obras públicas, se instituyen en grandes clientes (por ejemplo de armas), facilitan el acceso a los mercados, etc. etc. Todo lo cual deriva en una orgía de beneficios si la cosa acaba, como así sucedió, en guerra. «Agua, sol y guerra en Sebastopol«, resumía la lógica de los negocios, allá por 1850, cuando el mercado cerealista ibérico se benefició de la desestabilización que se produjo en Europa por la guerra de Crimea.

También es harto sabido que el incremento de las cuentas de resultados no se produce sin una atmósfera propicia, un estado de ánimo, un clima social que los dictadores se encargan de modelar. Lo hicieron Franco, Mussolini, Hitler y toda la cohorte fascista internacional y para ello recurrieron a una materia prima también muy conocida: el nacionalismo. La misma que utiliza Trump a troche y moche, el mismo guion de exaltación de los valores patrios, el mismo racismo, la misma xenofobia, el mismo espíritu de campanario, de la «a» a la «z».

Discurso trufado de gestos, como los dirigidos a fabricantes de coches o aire acondicionado para que trasladen sus fábricas en el mundo a territorio de los EE.UU. No importa qué parte de la producción será repatriada, qué pasará con los salarios de los trabajadores americanos, qué sentido tiene, en fin, poner piedras en la lógica capitalista de la globalización. Lo relevante, como la tontería del fontanero Joe, de Idaho, o la niña de Rajoy, es acuñar un símbolo. Hacer ver que se hace, aunque para ello haya que recurrir al esperpento. El patriotismo productivista de Trump no es solo una patraña sino un sinsentido. Bajo él, tras la gesticulación, bien aireada sin duda por la casta mediática de todo pelaje, fructificarán lo nunca visto los negocios.

Como el combustible de la promesas de nuevos puestos de trabajo, vía repatriación de la producción, tiene sus limitaciones, se hace necesario, imprescindible, airear la otra cara de la moneda, la del extranjero, el emigrante que viene aquí para robarnos el trabajo en nuestra propia patria. Así creó el nazismo la cabeza de turco del judío, como compendio de todos los males. También los judíos, como ahora los mexicanos en EE.UU., eran chupópteros que estaban exprimiendo la riqueza patria de Alemania. Y para que quede constancia material del aislacionismo retrógrado se construye una gran valla en la frontera con México. Cosa no exenta en sí misma de beneficios tangibles y que el propio Barack Obama ya ha iniciado.

Todo este pastel resultaría incompleto si entre sus ingredientes no figurara una buena porción de, digamos piadosamente, subjetivismo. Es decir, de un libre albedrío propio de los dictadores, que es para echarse a temblar. Porque, en contra de lo que muchos creen, el poder domestica sólo en parte. «Ya llegará Paco con las rebajas y las balandronadas de Trump se disolverán como un azucarillo en un vaso de agua«, se dice. ¿Y si no, qué?, como formularía José Mota. El personalismo, las salidas de tono, las arbitrariedades, las decisiones descabelladas… son parte integrante del dictador, más allá de la economía, la moralidad o el propio sentido común. Y sus consecuencias son temibles.

Por añadidura, todo esto tiene lugar no en una Alemania atormentada con sueños de grandeza, ni en una Italia de opereta, ni en una España dejada de la mano de Dios, por citar algunos territorios donde se instaló el fascismo, sino en los Estado Unidos de América, no el Imperio (como lo pretendieron los neocon) pero sí en un imperio en toda regla. Una potencia cuyos actos repercuten en todo el mundo y que, en consecuencia, nos atañen a todos y cada uno de la gente que lo habitamos. Por eso, nada extraño que al felicitarnos el año nuevo, más de uno quizá lo hicimos con la mosca detrás de la oreja. Cosa que, como se sabe, no se refiere al insecto sino a la mecha que en las armas antiguas prendía la pólvora y que, una vez usada y convenientemente apagada, se colocaba tras la oreja, de manera que resultara accesible en caso de tener que volverla a utilizar. Bienvenidos a 2017, el año del Tiburón (a secas).

(Visited 31 times, 1 visits today)
Facebook
Twitter
WhatsApp

HOY DESTACAMOS

Deja un comentario