Fronteras

Desde el primer café del día (Brasil, Indonesia, Etiopía…) y el gas con que lo hacemos (Argelia, Nigeria, Noruega…) hasta el último telediario (imágenes del mundo), nuestra cotidianeidad es un recorrido por el planeta. Los productos circulan, a veces a la velocidad de la luz, en todas las direcciones. No hay fronteras para las cosas. Las fronteras están reservadas a los humanos.

Los Estados tienen una característica esencial: la soberanía, esto es, la facultad de implantar y ejercer su autoridad de la manera en la que lo crean conveniente. Para el ejercicio de la soberanía por parte de los Estados se crean límites definidos en porciones de tierra, agua y aire. En el punto preciso y exacto en que estos límites llegan a su fin es cuando se habla de fronteras. Así de simple y tajante describe Wikipedia las fronteras.

Y en eso estamos: un Estado, una bandera, un ejército, una frontera. Como si el mundo se hubiera detenido en el romanticismo decimonónico. Pareció que con los acuerdos de Schengen, cuando Europa fardaba de balneario, las fronteras estaban llamadas a ser un anacronismo, que es lo que son. Pero los hechos, tercos, se empeñan en demostrarnos lo contrario o, al menos, a hacernos ver que las fronteras para nada son lo que fueron.

Por ejemplo, en casi todo el mundo las fronteras ya no son sinónimo de aduanas. Los puertos y aeropuertos, más que barreras al tráfico de mercancías, son puertas de acceso libre, terminales nerviosas de un flujo ininterrumpido de mercancías, incluidas las ilegales, paralegales u opacas. Cosa que en el universo de los intangibles, adquiere tintes de ciencia ficción. El dinero es un tráfico de datos a 300.000 kilómetros por segundo. Y la información es tanta, tan rápida y global, que se nos escapa de las manos. En este contexto de un mundo mercantilmente globalizado ¿no da risa hablar de fronteras?

Risas que se nos congelan cuando se nos aparece el otro rostro de las fronteras, el de las personas. Porque las fronteras, en su expresión más cruda y siniestra, casi la única existente, la que se nos ha pegado en el imaginario colectivo, es la de las personas. Retrotrayéndonos a las peores imágenes de la II Guerra Mundial, las alambradas vuelven a campar a sus anchas por la civilizada Europa. Ahora más eficaces, capaces de destrozar el cuerpo si intentas atravesarlas. Muros, como el de 3.185 kilómetros que se está construyendo en la frontera de EE.UU con México, Palestina, Sáhara… Y así hasta cerca de 40 por todo el mundo. Todos para impedir el paso de personas, no de mercancías, claro. Todos con la vista puesta en los emigrantes, los más pobres, los perseguidos. Carcajadas despierta «el muro de la vergüenza» que dividió Berlín en la guerra fría, ante este panorama universal de fronteras erizadas de cuchillas, equipadas con electrónica de última generación, vigiladas por perros y policías amaestrados.

Como la famosa bomba de neutrones, que destruye la vida sin dañar los objetos, el orden de cosas dominante impulsa un mundo de intereses mercantiles sin fronteras mientras impide la libre circulación de las personas, mediante fronteras innombrables.

Cosa que no podría explicarse sin los nacionalismos, en nombre de los cuales se tratan de erigir barreras que, como diría Mao Zedong, solo son tigres de papel. Porque, a pesar del Brexit (o precisamente por él), los chapuceros referéndums de Holanda y Hungría, las porquerías de Donald Trump, etc. etc., los humanos no solo los somos de manera unitaria sino que, cada vez más, tomamos conciencia de ello.

Y que conste que a los que no nos gustan las fronteras («las fronteras están hechas para los pobres», dijo Ada Colau), tampoco nos gustan los Estados, sin los cuales no son posibles, ni las soberanías que las justifican. Ni siquiera las que tanto se mencionan, adscritas a nobles causas.

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