Santa morcilla

Algún amigo vegetariano me había comentado que el consumo excesivo de morcillas de Burgos provoca extraños efectos secundarios. Dispuesta a comprobarlo empíricamente, he aprovechado este caluroso mes de agosto para dar una vuelta por la España profunda que tanto desprecian algunos catalanes refinados por rancia y demodé. Lo he hecho también porque viajar a tierras exóticas me ayuda a ver con más claridad la viga en el ojo propio y cabe decir, con orgullo patrio, que la viga catalana tiene unas dimensiones extraordinarias. El resultado de la experiencia ha sido magnífico porque los fenómenos paranormales han sido frecuentes. Entre otras muchas cosas he visto a un hombre comer una ensalada con cuchara y a una familia vestida de rosa chicle bendiciendo la mesa en voz alta en un restaurante.

Desde el primer día de ruta hasta el último mi dieta ha girado en torno a la morcilla supuestamente alucinógena, un manjar prohibido para los que nos pasamos todo el año alimentándonos de insípida lechuga pensando que conseguiremos encogernos unos gramos. A aquellos catalanes traidores como yo que disfrutan visitando al enemigo les aconsejo que se olviden de los soporíferos cantos gregorianos de los monjes de Santo Domingo de Silos y pasen por Covarrubias a comprar unas cuantas butifarras de arroz y sangreque el carnicero Pablo Subiñas elabora artesanalmente. Ya sé que no me pagan para hacer publicidad, pero es que además de artísticas, sus morcillas son espectaculares y bien podrían explicar los comportamientos estrambóticos de algunos aborígenes.

Precisamente, estaba yo reflexionando sobre si el consumo excesivo de esta vianda porcina podría ser la causa de que el PP siga ganando las elecciones generales aunque presente a un asno de candidato cuando un tuit de TV3 me distrajo. Abordaba el fracaso de la L9 sur. Se ve que seis meses después de su inauguración a bombo y platillo, la mayoría de los viajeros que pasan por el aeropuerto prefiere el autobús para llegar a Barcelona porque la nueva línea de Metro da mucha vuelta y no deja en el centro. No pude evitar comparar la faraónica infraestructura –hecha con dinero público para satisfacer las exigencias del Mobile World Congress- con los aeropuertos fantasmas y las líneas del AVE que no utiliza nadie en casa del vecino y vi claramente que la cara dura no es culpa de la morcilla de Burgos.

Tampoco los comportamientos extraños que he presenciado durante mi viaje iniciático a través del caluroso altiplano castellanoleonés han resultado ser exclusivos de nuestros vecinos mesetarios. En Cataluña, donde no se come mucha morcilla que yo sepa, tenemos un presidente de la Generalitat cumbayá que aprovecha las vacaciones para tocar la guitarra y cantar canciones de los Beatles con acento de Girona. Es igual que sea en un sarao de patricios bien alimentado a base de langosta y champán francés como en una reunión alrededor del fuego de escoltas con fiambrera. El trovador Carles Puigdemont siempre me reconcilia con la humanidad porque me demuestra que los catalanes haciendo el ridículo no somos ni mejores ni peores que el resto del mundo.

A pesar de que mi periplo en busca de la razón que podría explicar el apoyo mayoritario de los electores a los corruptos populares ha resultado un fracaso, he vuelto de mi particular viaje a tierras hostiles más sabia y más voluminosa. También he vuelto con unos cuantos kilos de deliciosas morcillas de Burgos que repartiré maliciosamente entre amigos y conocidos independentistas para comprobar si, como ya ha pasado en el caso de Francesc Homs, los transforma en federalistas o en fieles acólitos de la nación española y popular antes de la próxima Diada.

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