La ciudad de los prodigios

Tenía razón Eduardo Mendoza cuando hablaba de Barcelona como de la ciudad de los prodigios. La alcaldesa antisistema ha resultado ser un submarino de los socialistas y el alcalde convergente que la precedió en el cargo, un benefactor de okupas. Afronto mi estupefacción con sentido del humor mientras observo cómo desfila un esperpéntico grupo de legionarios por la Vía Layetana reivindicando la España negra que Franco construyó a costa de millones de muertos y que tan bien representa el monumento clavado en medio del río Ebro que la mayoría de tortosinos, con su alcalde a la cabeza, ha decidido indultar pasándose la ley por el forro.

Diréis que el pacto de gobierno entre Ada Colau y Jaume Collboni ya se veía venir. Pero dejando de lado cuestiones como la estabilidad del gobierno de unos o la supervivencia política de otros, este matrimonio resulta difícil de entender, sobre todo cuando el PSC ha sido uno de los principales impulsores de este modelo de Barcelona que tanto critica BComú y contra el que Colau consiguió milagrosamente ganar las últimas elecciones. De hecho, no soy la única sorprendida: Alfred Bosch está tan disgustado que no tiene ni ánimos para seguir contando chistes que nadie entiende y la CUP ha buscado consuelo en la impresión de camisetas de protesta.

No han demostrado tener mucha vista los de BComú cuando han cedido a los espabilados socialistas el control de los distritos del Eixample, Sant Andreu y Sarrià-Sant Gervasi. No lleva Colau ni un año gobernando y ya se ha olvidado que los cambios políticos en Barcelona siempre han venido de los barrios porque, como recuerda el antropólogo Manuel Delgado, es aquí donde hiberna la esencia anarquista de esta conflictiva ciudad construida sobre la desigualdad. Sólo hace falta que una chispa provocada por un contenedor quemado la devuelva a la vida como lo demuestra la batalla campal en Gracia provocada por el salvaje desalojo del Banc Expropiat.

Y mientras que el PSC intenta recuperar el control de la ciudad desde los distritos pensando que el pez pequeño se come al grande, la fiscalía ha abierto diligencias a Xavier Trias por haber pagado durante un año con dinero público el alquiler del local ocupado de Travesera de Gracia. Dice el pobre exalcalde –que últimamente no gana para disgustos- que lo hizo para garantizar la paz social porque los okupas ya sabemos cómo las gastan cuando un mosso les abre la cabeza con la porra. Sin embargo, yo, que soy muy mal pensada, sospecho que lo hizo para ahorrarse un nuevo Can Vies en uno de los feudos tradicionales de voto convergente a unos pocos meses vista de los comicios.

Esto de disponer del dinero de los demás como si fuera propio es un vicio bastante extendido entre los políticos independientemente del color y la patria que defiendan. Trias es el ejemplo: no contento con haber sido el alcalde mejor pagado del país, no ha dudado en zamparse gambas, almejas y cabrito en el comedor privado del edificio de Sant Miquel a cargo del erario público. Con los impuestos de los barceloneses también ha viajado a Menorca para asistir al bodorrio de la hija de Artur Mas y ha pagado el alquiler, los suministros, los gastos municipales, las derramas de la comunidad y los desperfectos de un antro lleno de subversivos que nunca le han votado y que han preferido ignorar quién pagaba la fiesta.

Como hemos visto, la fiesta ha acabado de la peor forma posible: Gracia on fire, heridos y detenidos por defender como si fuera Masada un local social que no molestaba a nadie y unos vecinos hartos de no poder dormir y de tener que ir al quinto pino a tirar la basura porque la policía ha ordenado retirar los contenedores. Sin embargo, yo me quedo con las imágenes de todos los descerebrados que han osado plantar cara a unos Mossos más sedientos de sangre que los perros de Ramsay Bolton. Los seres humanos somos prodigiosos: votamos a los partidos para que gobiernen contra nosotros y pagamos a la policía para que nos zurre cada vez que protestamos. Y no escarmentamos.

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