La metamorfosis del «proceso»

El desarrollo del denominado «proceso» catalán parece confirmar que en política nada se crea ni se destruye, sino que, como la energía, sólo se transforma. No hace aún mucho tiempo, el «oasis catalán» se significaba por una aparente estabilidad política a prueba de bombas. El máximo líder, Jordi Pujol, revestido de oropeles y adulado a diestra y siniestra, jugaba magistralmente el juego de las alianzas de oportunidad para sacar tajada, se decía, para Catalunya. Bajo su manto protector, fructificaban los negocios -sobre todo los de su familia, los correligionarios y los de los amigos, por este orden- y quien más quien menos de los que estaban en la pomada aspiraba a pillar por aquí o por allá. Los socialistas (PSC), agentes activos en el juego pujolista, no se quedaban atrás, sino todo lo contrario, en el reparto. La tribu independentista, con marca ERC, se las apañaba para hacerse con algo del pastel, siempre dentro de las líneas rojas del coto. En el extremo derecho, el PP catalán, enrocado, jugaba al juego del poder del partido en España (aprovechándose) y en el otro extremo, el izquierdo, el ahora mitificado PSUC (después del burro muerto, la cebada por el rabo) se auto-inmolaba para dar a luz ICV, que también trataba de sacar sus réditos.

En aquel «oasis», todos, absolutamente todos, los agentes políticos se proclamaban «catalanistas». Fuera del catalanismo parecía no existir vida política, aunque casi nadie se atrevía a definirlo con cierto rigor. En su naturaleza light cabían desde interpretaciones culturalistas de baja intensidad hasta independentismo radical. Pero la procesión iba por dentro. Excepto en los extremos (ERC por independentistas y PP por lo contrario), los partidos se reclamaban plurales en la cuestión nacional y albergaban en sus filas nacionalistas de mayor o menor intensidad. Convergència y Unió, lógicamente más que el PSC e ICV, más de lo que aparentaba.

Y así las cosas, llegó la crisis y, como diría Carlos Puebla, «mandó a parar». CiU, consecuente con su ideario y sus intereses, se entregó entusiasta a apretarle las tuercas a la mayoría de la gente, facilitando de paso los fabulosos negocios que con ella se abrían. Los socialistas, con la mediación providencial de Rodríguez Zapatero, se quedaron con la cara desencajada, ERC a lo suyo e ICV surfeando. Y cuando el hambre de la crisis se juntó a las ganas de comer del saqueo del clan Pujol y sus secuaces, amenazando todo el tinglado, Artur Mas, el delfín, la cabeza visible del sistema, tiró por el callejón de salida y, sin más, anunció su paso al territorio independentista, hasta entonces patrimonio de ERC.

Con ello, la metamorfosis, propia de la vida política, entró en fase de aceleración. La familia nacionalista que cohabitaba en el PSC afloró y acabó dejando el partido, no sin múltiples broncas por el camino. Los hasta entonces entusiastas autonomistas de CiU se esfumaron o los echaron (Unió). ICV daba tumbos tratando de amalgamar el aceite nacionalista y el agua de clase. Y el PPC, claro, a la suya, como ERC que no tenía necesidad de moverse porque no tenía nada que mover. En el camino, adquirió protagonismo la CUP, haciendo ver que es más que nadie en lo nacional y en lo social (fotocopia abertzale, ya en sepia) y así, a principios del año 2016, el mapa político catalán apenas si tiene algo que ver con el de unos años antes.

Esta metamorfosis que, como todas, se presenta con tintes dramáticos, también tiene algo de positivo en la medida en que está contribuyendo poderosamente a colocar a cada uno en su lugar y, en definitiva, a aclarar el mapa político, aunque pueda parecer lo contrario. Disipada la lírica catalanista, los nacionalistas del PSC se han reubicado donde han podido (Junts pel Sí), los autonomistas convergentes han acabado siendo uno con los independentistas de ERC -que no hacen ascos en convertirse en apéndice convergente, incluida la complicidad con la corrupción-, ICV se está dejando diluir (gracias a Dios) en otra cosa con Podemos, tras soltar el tremendo lastre nacionalista (Romeva, Muriel, Sánchez, etc.) y, a las primeras de cambio, la CUP casca porque su ideología así le obliga.

Si a esta mutación, le sumamos el afianzamiento de Ciudadanos -que ya se había asomado a la política catalana al principio del «proceso»- y el protagonismo de la ANC, Òmnium, AMI, etc. etc., no cabe duda de que Franz Kafka está más que presente en la política catalana, donde, no olvidemos, también sigue actuando algún vampiro que, como se sabe, es un muerto viviente que solo deja de serlo tras un ritual complejo y difícil.

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