Demasiadas banderas

Parece mentira que una pieza de tela, normalmente rectangular, con diversos colores y formas, siga simbolizando tantas cosas, removiendo tantos sentimientos. Así somos los humanos o, al menos, una parte de ellos.

Y en esta cuestión el tamaño sí que importa, y mucho. La de Trillo, en la plaza madrileña de Colón, mide 21×14 metros y pende de un mástil de 25 metros. Nada comparado con el mástil de Dusambé (Tayikistán) que mide 165 metros y alberga una bandera de 60×30 metros. La senyera del Born de Barcelona, más modesta, tiene una tela de 6×4 metros, pero su mástil es de 1714 simbólicos centímetros, ni uno más ni uno menos.

Las hay de todos los gustos y territorios (nacionales, provinciales, municipales y hasta de barrio), de carácter supranacional, empresariales, deportivas… En algunos casos sacralizadas, en otros banalizadas, pero siempre adscritas al grupo, identificadoras, porque ya en su origen la banda o bandera era el estandarte o emblema de un conjunto de personas.

Existen jerarquías y ritos muy marcados en el orden de colocación de las banderas, en caso de que se exhiba más de una. Si su número es impar, la principal se coloca en el mástil central y las demás a derecha e izquierda, y si es par, la principal se ubica en la derecha de los dos mástiles centrales, la segunda en la izquierda y así sucesivamente.

Nada tiene de extraño que todo esto -que conforma un lenguaje simbólico, con mucho de irracional y atávico- derive en «banderías», como su propio nombre indica, y hasta en guerra de banderas, como la que se vivió en Euskadi a lo largo de una década. Y algo de esto es lo que ocurrió en el balcón del Ayuntamiento de Barcelona durante las fiestas de la Mercè, cuando el líder de ERC en el consistorio, Alfred Bosch, se sacó una estelada de debajo de la chaqueta y la desplegó en la fachada. Ni corto ni perezoso, su colega del PP, Alberto Fernández Díaz, hizo lo propio con una bandera de España. La escena no tiene desperdicio: Artur Mas y Xavier Trias, presentes en el balcón, se hacen los suecos con sonrisa de circunstancias y el teniente alcalde Gerardo Pisarello forcejea con Fernández Díaz para quitarle la enseña. «Quita tus sucias manos de mi bandera», rezó un tuit del eurodiputado Juan Carlos Girauta, que retuiteó la presidenta del grupo municipal de Ciutadans, Carina Mejías.

Una gota, en fin, en el océano de choques, enfrentamientos y trifulcas en torno a las banderas y sus circunstancias que, en definitiva, se remiten a conflictos entre personas. Ejemplo de tal estado de cosas son los miles de incidentes que durante años se produjeron en pueblos y ciudades de Euskadi, donde cada fiesta mayor se convirtió en campo de batalla entre quienes, sin hacer ascos a procedimientos contundentes, se oponían a la presencia de la bandera española en los ayuntamientos («Ikurriña bai, espainola ez«/ Ikurriña sí, española no) y, generalmente, los uniformados que trataban de hacer respetar las leyes.

Ahora, en muchos casos, en función de quién manda en cada municipio, ondean unas u otras banderas. Y la pugna continúa, porque los contenciosos que a ella responden siguen vivos, aunque de otra manera. La gran diferencia es que antes había heridos, detenidos y destrozos, y ahora, a lo sumo, picardía y alguna multa. En algún ayuntamiento, como el de Llodio (Álava), gobernado por EH-Bildu, ondea la bandera de España para cumplir con una sentencia judicial y evitar así que su alcalde resulte inhabilitado. El asunto está en que para evitar hacer algo no deseado se ha optado por llenar la balconada de banderas, y de esa forma la española pasa desapercibida. Ahora junto a la de Euskadi y España están las de Nicaragua, el Sáhara, Catalunya, Escocia…

Claro, no existe choque de símbolos desprovisto de palabras. El que hasta el pasado mes de junio fue diputado general de Guipúzcoa, Martín Garitano, escribía recientemente un artículo que con el título de «Geurea, ikurriña» (La nuestra, la ikurriña) equiparaba la bandera española al franquismo y afirmaba que «el pueblo vasco no se identifica con esa bandera, ni la siente como propia, ni la quiere». «¿Puede suceder algo peor con un símbolo?», acababa preguntándose.

Hablando de banderas, ¿Qué decir de la marea de esteladas que se extiende por todo el territorio catalán? En campanarios, ayuntamientos, lugares geográficos significativos, mástiles, vallas…, luce la estelada, bandera ideada por Viçenç Albert Ballester, activista de la Unió Catalanista que vivió en Cuba, que no es la oficial de Catalunya y simboliza el independentismo. Puede parecer que tal despliegue forma parte de iniciativas particulares, como es el caso de las banderas que lucen en los balcones, pero no es el caso. Las banderas, en esta ocasión, han ocupado el espacio público de manera organizada, sistemática y sorpresiva, como si de una campaña propagandística se tratara ¿O es acaso así?

En las antípodas de este masivo acaparamiento del espacio simbólico, el movimiento del 15-M nació sin banderas, quizá porque sus integrantes sabían que las banderas dividen o contribuyen a ello.

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