La política internacional atraviesa una mutación inquietante. Bajo la apariencia de modernidad tecnológica y retórica empresarial, regresan formas de poder premodernas, casi feudales, donde la fuerza sustituye a la norma y la lealtad pesa más que el derecho. La inteligencia artificial, lejos de corregir esta deriva, la acelera.
Los tecno-oligarcas, con el apoyo del actual gobierno en EE.UU., conciben el mundo como monarcas medievales, no como un sistema de reglas compartidas, sino como un territorio atravesado por rutas comerciales sobre las que alguien debe cobrar peaje. Y EE.UU. participa con su particular y desordenada – aparentemente – visión, no buscando gobernar el orden global, sino consolidar las rentas a obtener. Ayer fueron los aranceles; hoy son los datos, la energía, los chips y la inteligencia artificial. Quien quiera operar bajo la protección del imperio deberá pagar su diezmo.
No es una metáfora vacía. Más del 75 % de la capacidad mundial de cómputo avanzada para IA se concentra en Estados Unidos, frente a una Unión Europea que apenas supera el 5 %. La dependencia no es ideológica, sino física: sin chips, centros de datos y energía abundante no hay soberanía digital posible.
El traspaso de diversos directivos de segundo y tercer nivel de las empresas tecnológicas a puestos claves del gobierno es muy importante, y no exento de generar ciertos recelos porque lo hacen perdiendo hasta la mitad (mínimamente) de sus retribuciones salariales, sin contar con los bonus y los equity (participación en el accionariado).
Yanis Varoufakis ha descrito este sistema como tecnofeudalismo, un orden en el que los mercados ceden su lugar a plataformas que no producen valor, sino que cobran por permitir el acceso. No venden productos; alquilan dependencia. Como en la Edad Media, el poder no se ejerce gobernando territorios, sino controlando los pasos: puentes, puertos o caminos. Hoy esos pasos son algoritmos, nubes y centros de datos. Sun Tzu lo formuló hace siglos: la mejor victoria es la que no necesita combate.
La inteligencia artificial se convierte así en una herramienta de subordinación estructural, más allá de los beneficios que pueda aportar. En Europa, más del 70 % de las empresas que usan IA avanzada dependen de infraestructuras y servicios no europeos. No se les prohíbe actuar; se les impone una dependencia sistémica. El diezmo ya no se paga en oro, sino en datos, alineamiento político o renuncia a autonomía estratégica. Y también con dinero, y sobre todo con control sobre el sector con directivos que regularán proviniendo del sector privado.
Daron Acemoglu recuerda que la tecnología no determina el progreso por sí sola sino a través de las instituciones y las relaciones de poder que la rodean. Los datos confirman su advertencia ya que los beneficios de la IA se concentran en una élite empresarial, mientras su impacto agregado sobre la productividad sigue siendo limitado. La IA no democratiza el crecimiento, sino que lo concentra.
Joseph Stiglitz ha advertido que los mercados globales sin contrapesos políticos generan desigualdad persistente. La economía digital amplifica esta lógica en la que una minoría de empresas concentra una parte desproporcionada del valor y del poder de decisión.
Nadie duda que la IA será de gran ayuda para muchos procesos de todo tipo. Pero se ha de prever que también generará poder en relación al conocimiento y la información.
China juega otra partida: no cobra diezmos, construye imperios cerrados mediante inversión sostenida y planificación estatal. Estados Unidos, opta por un imperio transaccional, donde todo es negociable y todo tiene precio, y en el que la IA puede convertirse en moneda de presión geopolítica.
Europa, mientras tanto, se refugia en la regulación sin poder material. Representa una parte significativa del PIB mundial, pero carece de escala tecnológica. Se legisla sobre aquello que no se controla, y el resultado es una nueva periferia en la que los territorios usan IA, pero no la gobiernan.
Norbert Wiener advirtió que los sistemas automáticos mal gobernados acabarían gobernando a sus creadores. Hoy la pregunta decisiva no es tecnológica, sino política: quién cobrará el diezmo del siglo XXI. Y mientras Europa no responda con estrategia, inversión y soberanía tecnológica, otros seguirán pasando la mano.













