Hoy no escribiré sobre tecnología, energía ni política iliberal, sino sobre una moda lingüística: “performativo”. Como antes ocurrió con “resiliencia” o “interpelar”, el término invade los artículos políticos sin demasiada precisión.
Se usa para describir comparecencias vacías o decisiones de puro postureo, pero eso no es un acto performativo en sentido estricto. En filosofía del lenguaje —Austin, Butler— lo performativo es un enunciado que hace lo que dice: “juro”, “prometo”, “declaro”. No describe una acción: la ejecuta, y a veces con sanciones jurídicas.
Ejemplos como “La comparecencia del ministro fue puramente performativa: mucho gesto y pocas medidas” no describen un acto performativo, sino algo teatral o propio del postureo. Lo mismo ocurre con frases del tipo “La decisión del partido de apoyar la ley fue meramente performativa, para quedar bien con su electorado”. Y cuando se apela a un acto de futuro, como en el célebre “puedo prometer y prometo” de Suárez, tampoco estamos ante un acto performativo en sentido estricto, porque no existe sanción directa por no cumplir lo prometido —más allá de un eventual castigo electoral.
Con los años, el concepto se amplió a identidades y gestos que producen efectos reales. Pero esa ampliación ha degenerado en cajón de sastre: todo es performativo, luego nada lo es. El término se ha convertido en un comodín que sustituye el análisis por apariencia de profundidad.
El problema no es la palabra, sino la renuncia a entender lo que ocurre: teatralización, sobreactuación, política del gesto. Si todo se explica con “performativo”, dejamos de ver estructuras, intereses, instituciones y trayectorias que siguen configurando la política real.
Conviene recuperar sobriedad: la escenificación es síntoma, no causa. Solo volviendo al quién, al cómo y al porqué evitaremos que una palabra precisa y útil se convierta en su contrario: decir sin hacer.










