Alimentar a la bestia

Bluesky

No deja de ser paradójico la retroalimentación de la política. El ascenso de Aliança Catalana, el partido de Sílvia Orriols, vaticinado por las encuestas y confirmado en más de una conversación de café —que a menudo tienen más intuición que los sondeos—, fragmenta el independentismo que dice defender y, al mismo tiempo, consolida el liderazgo del PSC de Salvador Illa, el enemigo que afirma combatir. La suma resta: mientras el soberanismo se desmenuza, el socialismo suma y gobierna con más comodidad discursiva, aunque luego las aritméticas parlamentarias le pongan obstáculos.

Lo mismo ocurre a nivel estatal con Vox. Su obsesión por echar a Pedro Sánchez ha acabado uniendo —aunque sea a contracorriente— una mayoría heterogénea en el Congreso que, entre crisis y sustos, mantiene al actual presidente en el poder. La extrema derecha, en su cruzada contra «el sistema», acaba uniendo lo que quería dividir. Pero que esta paradoja juegue, de momento, a favor del progresismo, no quiere decir que sea eterna.

La estrategia de Illa y de Sánchez es clara: alimentar a la bestia. Hacerla visible, criticarla, confrontarla. Cada ataque es a la vez un arma de desgaste y un refuerzo para el relato propio. Pero aquí está la trampa: de tanto engordar a la bestia, un día puede ser que los acabe devorando. La historia europea está llena de ejemplos en los que las extremas derechas han pasado de ser una caricatura incómoda a un actor central capaz de condicionar gobiernos, leyes y sociedades. Y entonces, cuando la bestia es lo suficientemente grande, ya no hay manera de controlarla.

Aliança Catalana y Vox no crecen solo de la indignación, sino del vacío político y emocional que otros no han sabido llenar. El independentismo clásico, atrapado entre la retórica y la impotencia, deja paso a un discurso simplista y excluyente que se disfraza de radicalidad patriótica. El constitucionalismo, incapaz de ofrecer respuestas a la precariedad y al malestar social, permite que Vox capitalice la rabia. La extrema derecha no aporta soluciones, pero sabe hacer del miedo y la frustración un capital político rentable.

Por eso la crítica no puede ser solo reactiva, ni puede limitarse a mostrar el esperpento de sus discursos. Hay que construir alternativas creíbles y esperanzadoras. Hay que responder con políticas públicas que mejoren la vida de la gente, con discursos que no renuncien a la complejidad, con liderazgos que ofrezcan confianza y no solo retórica. Si no, el peligro es evidente: la bestia, engordada por unos y por otros, acabará siendo el único animal capaz de dictar las reglas del juego.

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