A finales de 1944, cuando las tropas soviéticas se acercaban a Auschwitz, los nazis intentaron borrar las pruebas de su infierno. Quemaron documentos, desmontaron cámaras de gas, obligaron a los prisioneros a caminar hasta el interior del Reich en las llamadas marchas de la muerte. Querían que el mundo no supiera. Querían que el silencio fuera eterno.
Pero no lo consiguieron. El 27 de enero de 1945, los soldados rusos entraron en el campo y encontraron el horror desnudo: miles de cadáveres, toneladas de cabello humano, montañas de ropa, gafas, zapatos… y 7.000 personas vivas, rotas, enfermas, a punto de morir. El mundo miró, se escandalizó, lloró. Y juró que nunca más.
Hoy, sin embargo, no hay que esperar a que ningún ejército libere nada. No es necesario que nadie entre en ningún campo para descubrir el genocidio. Lo tenemos delante de los ojos. Cada día. En cada pantalla. A cada titular. En Palestina.
Vemos niños bajo escombros, hospitales bombardeados, familias enteras borradas. Y el mundo, que prometió no repetir Auschwitz, calla. Mira hacia otro lado.
Los gobiernos europeos, doblegados ante los intereses del ególatra y desequilibrado presidente de Estados Unidos, el sheriff Donald Trump, han renunciado a su autonomía moral. No sólo callan sino que justifican, blanquean, colaboran activamente con el horror. Han abandonado cualquier pretensión de ética, cualquier vestigio de dignidad. Su complicidad es escandalosa. Nuestra impotencia, total. Nuestra rabia, infinita.
Nos repiten que todo tiene matices, que todo es complejo, que hay que entender los contextos. Pero no hay matices en el exterminio. No hay complejidad en la muerte de una criatura que duerme. No hay justificación en la destrucción metódica, calculada, de un pueblo entero. Ante la barbarie, los eufemismos son una forma de violencia.
Lo más devastador no es sólo el crimen. Es la impunidad. Sabemos que no habrá tribunal. No habrá castigo. No habrá justicia. No habrá Nuremberg. El mundo, anestesiado por la comodidad y la hipocresía, mirará hacia otro lado. Como siempre. Como cuando era más fácil callar que incomodar. Y mientras los culpables celebran, sólo quedará el dolor de quienes han perdido, la vergüenza de quienes han callado, y la certeza de que el «nunca más» era una mentira disfrazada de promesa.
Este silencio no es neutral. Es violencia. Es complicidad. Es una traición a los principios que dicen defender. Y cada vez que el mundo calla ante el horror, muere un poco más la democracia. Se destruye la credibilidad de las leyes. Se vacían de sentido los derechos humanos. Porque si no sirven para proteger a los vulnerables, entonces sólo son decorados para justificar el poder.
No es sólo una crisis. Es una rendición. Una claudicación moral colectiva. Es la derrota de la conciencia ante la brutalidad. Ante esto, no podemos ser espectadores pasivos, ni cómplices silenciosos. No podemos ser moderados. No podemos ser prudentes. La prudencia, en este contexto, es cobardía disfrazada. La moderación, un lujo que no nos podemos permitir mientras se destruyen vidas, se bombardea la dignidad y se pisotean los derechos más básicos.
Hay que gritar. Hay que gritar con toda la fuerza de la indignación. Hay que señalar culpables con nombres y apellidos, con datos, con pruebas. Hay que incomodar, sacudir conciencias, romper la comodidad de quienes miran hacia otro lado. Porque si no lo hacemos, si nos limitamos a lamentar en silencio, seremos parte del silencio que perpetúa la barbarie. Seremos parte del mecanismo que normaliza el horror.
La impotencia nos quema por dentro. La frustración nos ahoga. La rabia nos desborda. Pero esta rabia no es destructiva: es la fuerza que nos empuja a no callar, a no resignarnos, a no aceptar que la vida de unos valga menos que la de otros. Es la rabia que nos recuerda que todavía tenemos voz, que todavía podemos resistir, que todavía podemos denunciar.
Palestina no es sólo un territorio ocupado. Es el símbolo vivo de una injusticia que se perpetúa con la complicidad de un mundo que prefiere no mirar. Y nosotros, desde donde estamos, tenemos la obligación moral de mirar, de hablar, de hacer ruido. Porque el silencio, en este caso, no es neutralidad. Es violencia. Es un genocidio.