Torre-Pacheco, Jumilla y el «malismo»

Bluesky

Hace ya un siglo, el 30 de diciembre de 1924, se acabó de construir el metro de Barcelona. Aquella fue una obra ingente, durísima, realizada en condiciones infames. Así lo confirmaba Manuel Marina, guía oficial del suburbano barcelonés, en un artículo publicado en el diario murciano La Verdad titulado “Los emigrantes murcianos que excavaron el metro de Barcelona”: El trabajo era a pico y pala. Las condiciones de trabajo eran muy precarias, sin medidas de seguridad y con mucha prisa. Aquellos trabajadores eran como topos. Ni siquiera se hicieron buenas catas para comprobar la estabilidad del terreno, lo cual provocó continuos desprendimientos”. En uno de los accidentes llegaron a morir once obreros. Aquella situación llevó a una huelga de seis meses, que finalmente ganaron los trabajadores.

Buena parte de esos obreros venían del sur de España, huyendo del hambre y de la miseria más negras. “Muchos de los operarios procedían de Almería y Murcia”, concreta Marina. Pero destacaba por su número el colectivo murciano, hasta el punto de que un estudio realizado por el historiador Joaquín Ruiz y la demógrafa Cristina López constata que casi uno de cada cuatro habitantes del barrio obrero de Collblanc-La Torrassa, en Hospitalet de Llobregat (con un censo de casi 22.000 personas en 1930), era originario de aquella región. De hecho, era conocido como La Murcia chica.

La realidad que se encontraron en Cataluña no fue precisamente un camino de rosas. Sus descendientes, nietos y bisnietos, hablan de que cobraban sueldos de miseria y vivían en lo que hoy llamaríamos pisos patera. Pero no solamente tuvieron que afrontar dificultades económicas o de vivienda: pese a estar en su propio país, también sufrieron xenofobia. El historiador Manuel Domínguez, del Centre d’Estudis de L’Hospitalet, afirma que “se los acusaba de esquiroles, que reventaban el movimiento obrero, que trabajaban por cuatro duros”. Y el historiador Chris Ealham, de la Universidad de Lancaster y autor del ensayo La lucha por Barcelona (Alianza, 2005), donde estudia la convulsa historia de la ciudad condal de los años veinte y treinta, afirma que, “al buscar culpables del fracaso social, ERC los encontró en los emigrantes, especialmente murcianos”. Y relata cómo, en la frontera de Barcelona con el citado barrio de Collblanc -de población mayoritariamente inmigrante- se llegó a colocar un cartel que decía: “¡Cataluña termina aquí! ¡Aquí comienza Murcia!”. Esta población inmigrada, asegura, fue “vilipendiada por las autoridades, los sectores nacionalistas y las asociaciones patronales a lo largo de toda la República”.

La vida tiene sus ironías. Quién hubiera dicho que, cien años después, sería en Murcia donde se señala a los inmigrantes. Como en la localidad de Torre-Pacheco, donde se organizó un pogromo contra ellos, alentados desde Internet por Vox (que en las últimas elecciones autonómicas alcanzó el 17,72 % de los votos, consiguiendo 9 diputados de 45) y otras formaciones ultraderechistas. O en la también murciana Jumilla, donde el Ayuntamiento ha prohibido a los musulmanes utilizar las instalaciones municipales para celebrar sus ritos dos veces al año. Eso sí: sin mencionar las palabras “Islam” o “musulmanes”, que hasta el racismo se ha vuelto pudoroso. Curiosamente, Gabriel Rufián, diputado del partido que en los años 30 vomitaba su xenofobia contra los murcianos (y que todavía sigue siendo, no nos engañemos, una formación hispanófoba) ha sido quien ha dicho en X, antiguo Twitter, la gran verdad inconfensable que subyace bajo todo ello: “No los quieren rezando en el polideportivo del pueblo pero sí a 50 grados trabajando en los invernaderos del campo”.

Sólo hay algo peor que el buenismo: el malismo. Malismo es olvidarnos de que muchos extranjeros no “roban” el empleo a los nacionales, sino que realizan los peores trabajos, los que éstos no quieren. Malismo es tomar la parte por el todo, como si la agresión a un anciano por parte de un extranjero en Torre-Pacheco (o un robo en Guadalajara, o una violación en Madrid) convirtiera a todos los inmigrantes en bestias a las que hay que dar caza. Malismo es atribuir nuestros males, no al verdadero causante -el poderoso- sino a aquel que es más pobre que nosotros. Malismo es dar pábulo a la leyenda negra de que los inmigrantes colapsan nuestros servicios públicos (a los que tienen derecho porque también pagan impuestos, aunque sean indirectos). O que les dan ayudas porque sí, por ser extranjeros, mientras las mezquinean a los españoles. Malismo es olvidar que hay muchos, muchísimos inmigrantes irregulares que trabajan duramente, sin garantías, sin derechos, sin seguridad social, sólo para poder conseguir algún día un contrato, y con él, la ansiada tarjeta de residente legal.

Malismo es, en fin, olvidar que esos “moros” a los que tantas veces miramos con odio o recelo también fuimos nosotros: no sólo porque nos mezclamos con ellos durante siete siglos, sino porque también, como ellos, fuimos pobres de solemnidad, obligados a emigrar a lugares inciertos como Alemania, Francia o Argentina. Y donde también sufrimos el mismo recelo, odio o condescendencia de algunos nativos.

¿Y quienes delincan? La respuesta es muy sencilla: la Ley. Una e igual para todos.

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