Montoro al rescate

Bluesky

Pedro Sánchez tiene una suerte que descoloca incluso —o principalmente— a sus adversarios. Cuando el escándalo por el caso Cerdán amenazaba con romperle la legislatura, como por arte de magia, le aparece el caso Montoro como un regalo del cielo. No es que el caso del exministro popular sea nuevo —hace tiempo que se sabe que Cristóbal Montoro jugó con fuego—, pero ahora la justicia ha admitido a trámite una querella y abre una investigación formal por presuntos delitos de malversación y prevaricación. Y así, la atención mediática hace lo que mejor sabe hacer: girar la cabeza hacia el nuevo escándalo.

La suerte de Sánchez contrasta con la mala estrella de Alberto Núñez Feijóo. El hombre, siempre tan convencido de que tiene la verdad en el bolsillo, se encuentra que, cuando la izquierda tropieza, la derecha se hunde por su propia inercia. No por arte de magia, sino porque arrastra un historial de prácticas dudosas que hacen que el discurso moralizador le explote en la cara cada vez que intenta capitalizar la indignación ciudadana.

Porque, seamos sinceros, en este país parece que a la derecha se le permite delinquir con una impunidad social que la izquierda no tiene. A la izquierda se le exige ejemplaridad, transparencia, penitencia pública y dimisiones exprés. A la derecha, se le disculpa el expolio con la condescendencia de un padre severo pero comprensivo: «No lo hagas más, Cristóbal».

Eso no exime a la izquierda de sus pecados, claro. El caso Cerdán es feo. Y no, no vale aquello de «el otro lo hace peor» o el «y tú más». Pero también es cierto que la reacción ante los escándalos parece seguir un patrón desigual: cuando hay sospechas a la izquierda, el relato pide dimisiones inmediatas y autocrítica pública; cuando las sombras caen sobre la derecha, el discurso se diluye entre tecnicismos, amnesias selectivas y excusas procesales. El problema no es solo la conducta de los partidos, sino la diferencia de tratamiento —político, mediático y judicial— según quien ocupa la silla. Y eso, a la larga, desgasta la credibilidad del sistema más que cualquier caso concreto.

Y en este clima de cinismo y desconfianza, uno no puede evitar recordar aquel chiste de Eugenio. El del coleccionista de mariposas que cae por un barranco de 3.000 metros y, en el último instante, se agarra a una rama. Y llama desesperado: «¿Hay alguien?… ¿Hay alguien?». Y finalmente, una voz profunda le dice: «Sí, hijo mío, soy Dios. Déjate ir. Te salvarán mis ángeles». Y él contesta, descreído: «¡De acuerdo! Pero… ¿Hay alguien más?».

Pues eso. Cuando la corrupción se generaliza y la justicia parece actuar según el viento político, el ciudadano cuelga del precipicio y se pregunta, espantado: ¿hay alguien más? ¿Hay alguien que realmente vele por el bien común? ¿Hay alguien que no juegue con las instituciones como si fueran cromos electorales?

Quizás no es que la gente haya dejado de creer en la verdad. Quizás es que, como decía Hannah Arendt, «cuando todo el mundo miente a la vez, el resultado no es que las mentiras sean aceptadas como verdades, sino que nadie cree nada».

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