En política, como en la vida pública en general, hay momentos que sirven para delimitar claramente quién apuesta por la convivencia institucional y quién opta por el barro. La semana pasada, en el Congreso de los Diputados, Alberto Núñez Feijóo dejó clara su elección. Ante una cámara perpleja, el líder del Partido Popular acusó al presidente del gobierno español de tener «un problema con los prostíbulos», aludiendo a un hecho absolutamente ajeno a la trayectoria pública de Pedro Sánchez: las actividades empresariales de su suegro hace más de treinta años.
Lo que podría haber sido un resbalón anecdótico es, en realidad, la culminación de una estrategia política cada vez más evidente. Feijóo no habla a la cámara, ni siquiera a sus electores convencionales; habla a un segmento radicalizado de la sociedad española, alimentado por el ecosistema mediático de la ultraderecha, donde la descalificación personal ha sustituido el argumento y donde cualquier desprecio es admisible si sirve para desgastar al rival. Esta es una deriva que ya habíamos visto con Pablo Casado y que ahora Feijóo reproduce, con la misma falta de miramiento institucional y la propia miopía estratégica.
La escena no es solo vergonzosa por el contenido: lo es por el momento y por el lugar. Que el jefe de la oposición utilice la tribuna del Congreso para vincular al presidente del gobierno con el mundo de la prostitución a través de vínculos familiares indirectos es un síntoma grave de empobrecimiento democrático; implica aceptar que cualquier táctica es válida si ayuda a mantener viva una narrativa de desprestigio personal, aunque sea desde lo más infame e insustancial.
En lugar de confrontar a Sánchez con propuestas, datos o modelos de país —por más distantes que sean—, Feijóo opta por una oposición que quiere ser escándalo antes que alternativa. Un discurso que no busca gobernar sino incendiar. Y eso, lejos de hacerle ganar centralidad, le empuja a un espacio de irrelevancia moral y estratégica. Porque quien todo lo reduce a la indignación, a la descalificación, acaba siendo incapaz de articular un proyecto propio.
Hay, además, una cuestión de fondo que no puede ser ignorada: este tipo de intervenciones suponen un retroceso flagrante en la lucha por la dignidad de las mujeres y la regulación de su cuerpo dentro del espacio público. El uso instrumental de la prostitución como arma política no solo es grosero, sino profundamente irresponsable. Con una ley sobre la abolición del sistema prostitucional sobre la mesa, que el Partido Popular ha contribuido a entorpecer, el mensaje lanzado por Feijóo es, como mínimo, cínico.
Es legítimo criticar, e incluso cuestionar duramente, al gobierno y sus decisiones. Lo que no es admisible es convertir la vida privada, o la de un familiar políticamente irrelevante, en munición. Eso no es política: es un asalto al respeto mutuo que debería sostener toda democracia madura.
Feijóo ya no es solo un líder desconcertado, es un actor peligroso dentro del sistema democrático. Porque cuando el jefe de la oposición cruza todas las líneas rojas por un titular, no solo pierde él: pierde la política. Y con ella, pierde el país.