Quién sobra, según Vox

Bluesky

Ocho millones. Esta es la cifra que Vox pone encima de la mesa para hacer limpieza de inmigrantes en España. No ochocientos mil, no dos millones. Ocho. Y no solo los «sin papeles», no solo los que han cometido delitos graves, no. La propuesta incluye también a los nacionalizados, a los hijos de migrantes, a los que han nacido aquí, han estudiado aquí, han trabajado, cotizado…

La cosa tendría un punto de humor negro si no fuera por la gravedad de lo que implica. Porque si Vox se atreviera a aplicar su idea con rigor, tendría que empezar por los suyos. Literalmente. Ignacio Garriga, secretario general del partido, hijo de una mujer guineana, sería uno de los primeros afectados. Como también Javier Ortega Smith, con madre argentina y pasaporte doble.

Si nos tomamos seriamente la propuesta —y no hay motivos para no hacerlo, vista la deriva cada vez más explícita del discurso de Vox—, deberíamos expulsar también a figuras como Ansu Fati, nacido en Esplugues de Llobregat, formado en La Masia del Barça e internacional con la selección española, su padre es originario de Larache, Marruecos, y su madre de Bata, Guinea Ecuatorial. O Nico Williams, nacido en Pamplona, hijo de ghaneses, uno de los jugadores más prometedores del fútbol europeo. Ambos, según Vox, serían candidatos a hacer la maleta.

Najwa Nimri también entraría en la lista. Actriz reconocida internacionalmente, nacida en Pamplona de madre navarra y padre jordano. Como ella, la cantante y actriz Berta Vázquez, de origen etíope y criada en Elche, o el músico Rels B, mallorquín hijo de madre chilena, son ejemplos de una realidad cultural que Vox no quiere ver.

La propuesta es, evidentemente, una obscenidad. Pero también es una mentira. En España, ni hay ocho millones de inmigrantes irregulares ni hay una invasión. Lo único que hay es un país que vive del trabajo de muchos de ellos que Vox quiere expulsar. El campo, la construcción, el cuidado de las personas mayores, la hostelería, las ciudades que funcionan gracias al trabajo de miles de personas de origen extranjero. Esta es la realidad que el fascismo disfraza de problema.

Y el Partido Popular, ¿qué hace? Mira hacia otro lado. Hace ver que no va con ellos, pero gobierna gracias a ellos. Da la mano a Vox en los gobiernos autonómicos mientras evita hablar de ello en los platós. Pero el silencio también es una elección. Y cuando se pacta con quien quiere limpiezas étnicas en nombre de la identidad, se está diciendo que todo esto es negociable.

Mientras tanto, quien se resiente es la decencia. Porque no se puede hacer política convirtiendo la vida de millones de personas en un debate sobre quién merece quedarse y quién debe marcharse. No se puede hacer política proponiendo deportaciones masivas en un país que, sin inmigración, hace años que habría entrado en colapso demográfico. No se puede, simplemente, ser tan cínico como para expulsar el futuro en nombre de un pasado inventado.

La gran mentira es hacer ver que España estaría mejor sin ellos. Cuando, en realidad, todo aquello que la hace más digna y más viva depende también de las vidas que Vox querría borrar. Como escribió Albert Camus, «no hay más que una manera de hacer frente a este mundo: no ser cómplice».

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