Si mañana el catalán desapareciera como lengua, Isabel Díaz Ayuso quedaría silenciada. Sin un enemigo, su discurso quedaría sin manual de instrucciones. Por eso, cada día lo vuelve a poner en marcha: “Persecución”, “apartheid”, “imposición”, “separatismo”… Son palabras que no describen la realidad catalana, pero sí la necesidad política de la presidenta de Madrid.
Por eso se plantó en la última Conferencia de presidentes. No para defender el castellano —que no necesita defensa en Cataluña ni en ningún sitio—, sino para consolidar su relato de España asediada. Un relato que le sirve para no tener que hablar de Madrid, porque cada vez que alguien le pregunta por la sanidad pública, por las colas en urgencias o por la escuela pública, ella responde con más catalán: “El español está siendo perseguido en Cataluña”, “en muchas aulas de Cataluña, el español está prohibido”…
No importa que sea mentira. Lo que importa es que funcione. Y funciona. No para informar, sino para deformar. Porque mientras los votantes se fijan en el mal que, según ella, hace el catalán a 600 kilómetros de distancia, no miran lo que hace su propio gobierno en la puerta de casa.
Pero la jugada de Ayuso va más allá. No se limita a explotar un falso agravio: banaliza el debate democrático. Cuando una presidenta autonómica utiliza la palabra apartheid para referirse a la inmersión lingüística —que, recordémoslo, ha sido avalada por instancias internacionales y garantiza la competencia en las dos lenguas oficiales—, no solo miente, también dinamita el respeto por la diversidad y alimenta un clima de odio que luego no sabe, ni quiere, controlar.
El catalán le es útil. Le sirve para erigirse en lideresa, para competir con Vox, para hacer ver que tiene un proyecto de España. Pero este proyecto no es nada más que un antiprocés permanente, una cortina de humo para esconder la ausencia de una política real que mejore la vida de los madrileños.
Pero este juego no puede durar siempre. Llegará un día que incluso los votantes más fieles aplaudirán menos los discursos sobre apartheid lingüístico y preguntarán más por qué no encuentran pediatra en su barrio, o por qué sus hijos estudian en aulas masificadas. Y entonces les importará muy poco si en Vic se dice bon dia o buenos días a la hora de entrar a escuela.
Cuando este día llegue —y acabará llegando—, Ayuso descubrirá que gobernar no es vivir de un enemigo imaginario. Y que no se puede tapar la realidad de Madrid con la lengua de otro territorio. Lo que sí se puede hacer es gobernar mejor. Pero para ello hace falta algo más que discursos y fantasmas.