Paradojas de la vida: el Estado de Israel nació después del horror más grande que ha vivido Europa en el siglo XX. Con el peso de seis millones de muertos, con la vergüenza de la pasividad internacional, con la promesa —que parecía sagrada— de no repetir nunca más aquella oscuridad. Pero hoy, ante lo que está pasando en Gaza, la pregunta que quema es: ¿qué pasa cuando el Estado que nació del horror reproduce el horror?
Israel, con la excusa del derecho a defenderse, ha impuesto sobre Gaza un castigo colectivo sistemático. No es sólo una operación militar. Es la destrucción calculada de una sociedad: sus viviendas, sus escuelas, sus hospitales, sus infraestructuras, sus sueños. Es el colapso premeditado de una vida civil, de una normalidad que ya era precaria, convertida ahora en ceniza. Y todo ello, bajo un paraguas de impunidad diplomática y apoyo armamentístico.
Europa, mientras tanto, dice estar “preocupada”. Emisarios que condenan con la boca pequeña, ministros que hablan de paz pero negocian armas, instituciones que esperan que pase la tormenta mientras la lluvia cae sobre los mismos de siempre. El pacifismo europeo es papel mojado cuando no se aplica a todos los pueblos por igual. Y lo que vemos hoy no es una excepción, sino una norma: hay muertos que escandalizan, y muertos que simplemente molestan la agenda.
Se ha normalizado el infierno a copia de palabras suaves. Hablamos de errores colaterales cuando se bombardea una escuela con niños dentro. De objetivos militares cuando se destruye un bloque de pisos. De derecho a la seguridad mientras se impone un bloqueo que convierte a Gaza en una cárcel a cielo abierto. El lenguaje no es inocuo. Es la herramienta con la que Occidente se espolvorea la conciencia y convierte la atrocidad en una nota de prensa.
Pero no podemos seguir así. No podemos seguir tolerantes con lo que, si tuviera otros protagonistas, ya habría sido calificado de crimen contra la humanidad. Si otro estado, en cualquier otra parte del mundo, hubiera actuado como Israel lo hace hoy, Europa ya habría exigido sanciones, embargos, rupturas diplomáticas. Pero aquí no. Aquí, el relato es más fuerte que la realidad.
Es hora de decir basta. Basta de complicidad, basta de relativismo, basta de mirar hacia otro lado. El pueblo palestino no necesita sólo solidaridad; necesita acción política, coraje diplomático y justicia internacional. Y Europa, si quiere recuperar un mínimo de credibilidad moral, debe empezar por llamar lo que pasa en Gaza por su nombre: no es una guerra, es una limpieza étnica encubierta por la burocracia del silencio.