Donald Trump confundiendo hechos básicos de la historia de EE. UU., Jair Bolsonaro elogiando dictaduras y torturadores, Viktor Orbán manipulando el pasado para justificar su autoritarismo, Netanyahu inventando hechos que no han existido, todos con interpretaciones de la historia sesgadas, parciales, limitadas a un relato simplificado, polarizado. No son deslices menores. Son síntomas de una tendencia que gana terreno: gobernar desde la superficialidad y la posverdad, apelando a las emociones más básicas, sin espacio para la complejidad ni la reflexión.
Vivimos una era en la que la ignorancia ya no es un defecto para ocultar, sino una pose calculada desde el poder. Inclusive algunos políticos se jactan desde el negacionismo e inclusive practican una cierta mofa, omitiendo hechos históricos o valores culturales. Cada vez son más los líderes políticos que exhiben un desprecio activo por la cultura, la historia y la ética, como si pensar fuera un estorbo y no una necesidad convirtiendo a la cultura en una estrategia política.Esta ignorancia no siempre es real. A menudo es provocada, seleccionada, utilizada para conectar con sectores sociales que sienten que la cultura los excluye. Recorren a una simplicidad de discurso que apela a mayorías que sí, seguramente, fueron excluidos por ciertas élites. Se sustituye la formación por la arrogancia, el pensamiento crítico por la consigna fácil, el conocimiento por la ocurrencia. Y así se debilita la democracia: un electorado que no exige profundidad tampoco recibirá profundidad.
La historia no es decorativa: es advertencia. Como decía Primo Levi, “sucedió, por lo tanto, puede volver a suceder”. Y cuando la política olvida –o elige olvidar–, el pasado reaparece disfrazado de novedad. Negar el legado de guerras, genocidios o dictaduras es abrirle la puerta a su repetición. Lo mismo ocurre con la ética: sin ella, la política se convierte en un juego de intereses sin límites ni principios.El desprecio por la filosofía, la literatura y el pensamiento ilustrado genera líderes incapaces de proyectar futuro. La cultura no solo nos educa: nos humaniza y sin ella se gobierna a ciegas. Como recordaba Borges, “somos nuestra memoria, somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos”.
Lo más grave no es solo la ignorancia, sino la mofa. Muchos de estos líderes no solo desprecian la cultura, sino que se burlan abiertamente de quienes la representan. Ridiculizan a los intelectuales, desacreditan a historiadores, filósofos o científicos, y trivializan conceptos como derechos humanos, justicia social, emergencia climática, diversidad social o participación ciudadana. Su discurso caricaturiza la complejidad como “elitismo” y convierte la banalidad en virtud, alimentando un relato donde pensar se vuelve sospechoso y el saber, una amenaza al poder. A la diferencia intelectual se la tilda de ingenuos, de «progres», de utópicos, como si defender los valores democráticos fuera una señal de debilidad y no de fortaleza cívica. Al deslegitimar la ética desarman a la sociedad frente a los abusos del poder.
No se trata de exigir títulos universitarios, sino de exigir sensibilidad, profundidad, respeto por el conocimiento. Que un político haya leído a Kant o a Hegel no lo hace mejor por sí mismo, pero no haber leído nunca a nadie o solo conocimientos sesgados sí lo hace peor. Vaclav Havel lo advirtió: una política sin verdad ni ética está condenada al cinismo. Hoy, más que nunca, es deber ciudadano exigir líderes que no teman pensar, que no rehúyan el debate, que no desprecien la cultura.
Frente a este panorama, el fortalecimiento democrático pasa necesariamente por una recuperación del valor de la cultura y del pensamiento crítico. No se trata solo de defender instituciones, sino de promover una ciudadanía formada, consciente y capaz de resistir la manipulación. Apostar por la educación, la ética pública y la memoria histórica es construir un escudo frente al autoritarismo.
La democracia no se sostiene con ignorancia, sino con conocimiento, sensibilidad y participación para combatir el cinismo, la demagogia y la banalización del poder.