Laura Fàbregas describe en ‘Diario de una traidora’ cómo se vivió el ‘procés’ desde el periodismo crítico con el independentismo

EL TRIANGLE adelanta el capítulo "Octubre caliente" del libro que se publicará este miércoles

Declaración de la independencia en el Parlament el 27 de octubre de 2017 y portada del libro 'Diario de una traidora'

La periodista Laura Fàbregas publica este miércoles el libro Diario de una traidora (Editorial Funambulista). En sus 208 páginas, Fàbregas reflexiona con ironía sobre su pasado independentista, cómo su giro crítico con el procés y el independentismo supuso que la etiquetaran de traidora o botiflera y la ruptura de relaciones con amigos y algunos familares. Deja en evidencia la complicidad de muchos medios, especialmente TV3, en la difusión de la idea de que Cataluña es «un pueblo oprimido».

El prólogo del libro lo escribe otro periodista proscrito por los independentistas: Albert Soler. En ella dice: «Fàbregas tiene la mala costumbre de escribir la verdad, lo cual es una virtud periodística en todas partes del mundo menos en uno, Cataluña. También es mala suerte. Lo que en cualquier otra parte del planeta la haría merecedora de elogios, en Cataluña significa que es una traidora».

Fàbregas, nacida en Barcelona en 1987 y licenciada en Ciencias Políticas por la Universidad Autónoma de Barcelona, dio los primeros pasos como periodista en la delegación de Madrid de Catalunya Ràdio. Ha sido corresponsal de la Ser en Roma y ha trabajado en El Español y Vozpópuli. Ahora lo hace en The Objective.

Este es el capítulo «Octubre caliente» de «Diario de una traidora»:

El referéndum ilegal del 1 de octubre de 2017 me pilló en Madrid, trabajando un domingo para Crónica Global desde la redacción de El Español. Mis padres, que estaban en Argentona, salieron por la mañana para ver si finalmente se celebraba la votación, convencidos de que los Mossos d’Esquadra habrían precintado los colegios electorales la noche anterior. Lo que más les horrorizó de la jornada fue la «cantidad de jóvenes que van del brazo de sus abuelas a votar ». Lo de los golpes de porra, en cambio, les pareció la mar de normal. Era un acto muy transversal. Como bien acertó en señalar Daniel Gascón, en El golpe posmoderno, había cierto tufo clasista en indignarse cuando la policía aporrea a ciudadanos bien vestidos, a abuelas y madres, y en justificarlo cuando son okupas o antisistema si los hechos de desobediencia por lo que se interviene son de parecida naturaleza. Pero no niego que también a mí, entonces un alma cándida, me impresionaron algunas de las imágenes. Y fue un día en el que, como tanta otra gente, terminé llorando.

Pese a ello, ese mismo día escribí una columna titulada «Pena, ninguna»3 en que defendía que la Policía Nacional y la Guardia Civil no habían tenido más remedio que actuar en la forma en que lo hicieron. Poco después me enteré de que aquel artículo había circulado, por obra y gracia de un exnovio de mi hermana bastante antipático, en un chat del pueblo donde se me ponía a caldo. Por primera vez tuve miedo de quedarme sin amigos. Ahora, pasados los años, tengo dudas sobre mis aseveraciones en aquella columna, que iba más destinada a autoconvencerme. Mis padres, o el propio Arcadi, defienden categóricamente la intervención «quirúrgica » policial. Otros, como el abogado de algunos de los líderes independentistas Xavier Melero, en su libro El encargo, considera que la diplomacia estatal debería de haber sido suficiente para convencer a la comunidad internacional de que aquel acto no tenía ninguna validez, y dejar a la gente votar como el 9-N para evitar las imágenes de violencia. En mi caso, pese a que han pasado ya muchos años, aún no lo tengo claro. Solo sé que aquellas porras eran más democráticas que las urnas.

En las horas más graves de aquella jornada también anidó en mí el gusano de la confrontación. Me enteré de que habían visto a una familiar muy cercana, sin ser independentista, en un colegio electoral. Me lo dijeron amigos míos en el chat para demostrarme que incluso «ella» estaba de su parte. Me dolió en lo más profundo, pensé que me dejaba tirada en un momento muy crítico en que la necesitaba de mi lado. Perdí toda sensatez, eché por los suelos mis teorías liberales de respeto a la individualidad y, como si fuera miembro de un clan gitano, le afee su traición.

La celebración del 1-O fue un despropósito. La Comisión de Venecia, del Consejo de Europa, se había pronunciado días antes diciendo que aquel referéndum no cumplía ningún estándar democrático. No eran los malignos tribunales españoles, sino Europa quien decía que aquello era un atropello democrático. El Gobierno de Carles Puigdemont no había establecido un mínimo de participación para refrendar el resultado y, evidentemente, los contrarios tampoco habían hecho campaña por el «no» ni se habían movilizado. Era nuevamente un acto para los convencidos. Uno de los fenómenos más oscuros, cuando los políticos tensan a la sociedad, es que gente muy normal se acaba enfrentando.

El 1-O fue la única vez en que me escribió una muy buena amiga para, primero, saber mi opinión «sobre lo que estás pensando» y, después, enfadarse con mi respuesta. A menudo se estigmatiza a los nacionalistas por ser todos unos racistas o xenófobos. Hay algunos que simplemente padecen de cierto romanticismo respecto a la tierra donde viven, y no meditan mucho sobre las consecuencias políticas de su sentimiento. Este tipo de independentistas tampoco se creen superiores al resto de españoles, no impondrían nunca su voluntad a la fuerza ni excluirían a la otra mitad de catalanes, ni a los recién llegados, de su condición de catalanes. Pero si se les pone en una coyuntura de tensión, vete a saber cómo reaccionarían. Mi amiga, independentista de toda la vida, y que hasta entonces nunca había entrado en discusiones sobre este asunto, se contagió del sentimiento de pánico y nerviosismo que se vivió el 1-O.

Aunque peor fue cuando unos familiares míos, tan motivados en ir a votar en urnas de plástico como despreocupados por los tiempos en que no había urnas de verdad, despotricaron de mi padre en medio de la calle y delante de otros parientes por parecer «un votante del PP». En busca de culpables, enfadados por la intervención policial, señalaban como a verdugos a quienes no compartían la causa. Si el procés no hubiera sido un conflicto de baja intensidad, a mi padre lo habrían colgado en la plaza del pueblo y con la mitad de la familia aplaudiendo. Pero mejor dejarlo estar, que se acerca Sant Esteve y hay que reunirse otra vez…

Que el ambiente en Cataluña estaba envenenado se veía hacía tiempo. Otra cosa era admitir su magnitud. Cuando un mes y medio antes, en el ecuador del mes de agosto, los actos y concentraciones contra los atentados yihadistas de Las Ramblas y Cambrils se convirtieran en una protesta obscena contra el Rey y España, deberían de haberse dado cuenta todos. El periodista Lluís Bassets, en El País, escribió el artículo Fin de la frivolidad, donde reflexionaba que después de aquel acto de barbarie era hora de acabar con la bromita del procés. Sus pronósticos, o deseos, no se cumplieron.

En Argentona, durante el referéndum, no intervino la policía. En Òrrius derribaron un árbol para cortar la entrada a los agentes que, de todas formas, no hicieron acto de presencia, y en nuestros confines más inmediatos la policía solo llegó a Dosrius. Pese a ello, las imágenes que llegaban por Whatsapp provocaban que la gente de mi pueblo estuviera totalmente angustiada, y el miedo y la indignación corrían descontrolados. En este contexto de serenidad, se me ocurrió intervenir en el chat de amigos donde se lamentaban de la «violencia de la policía»:

—¡Lo diréis por los muertos que hay! —dije, imprudente.

Uno de ellos no entendió el sarcasmo y me preguntó, muy preocupado, dónde habían ocurrido las muertes. El resto de amigos, más punks que pusilánimes, callaron y por un momento quiero creer que tuvieron la lucidez de entender que, pese a su odio a España, eso no era ni Caracas ni el Maidán, en Kiev, donde sí se reprimían a sangre y fuego las protestas ciudadanas. La intervención policial fue corta, y por la tarde ya se retiraron los efectivos. Algunos independentistas difundieron la mentira de que la entonces canciller alemana Angela Merkel había llamado a Rajoy para obligarle a parar a la policía. No era verdad.

Si la memoria no me falla, ese mismo día reivindiqué una de las escenas de la policía eclipsadas por los vídeos de las porras (y que al cabo de unas semanas ganó protagonismo). Era de un agente de la Guardia Civil, en Sant Julià de Ramis, pueblo natal de Puigdemont, intentando proteger a un niño pequeño de la imprudencia de su padre. La imagen mostraba un niño de unos dos años sobre los hombros de su padre, en medio de la multitud que empujaba, y el guardia civil lo sacó del peligro. Sin ninguna pretensión, comenté esta imagen a los compañeros de investigación de El Español, y ellos lo comentaron a la dirección del diario, que la despreció totalmente. No dudo de que el periódico no podía centrarse en esa anécdota, pero esos días se conjuraron todos los enemigos del Gobierno de Rajoy, ya fuera para recriminarle el fracaso de no haber impedido la votación, o para recriminarle el exceso policial.

Muchos de aquellos policías llevaban dos semanas durmiendo mal y comiendo peor en los barcos que atracaron en el Puerto de Barcelona. Algunos lo habían contado días antes en vídeos en sus redes sociales, que se habían viralizado. La mayoría de esos vídeos me producían ternura: ver a esos chavales solos, con acentos tan diversos, defendiendo el Estado de Derecho. Los hoteleros que quisieron acogerlos recibieron la presión de los independentistas y se les trataba como apestados. Esos días la tensión iba calando en Cataluña y también fuera. Algunos barrios de Madrid se llenaron de banderas españolas. En otros lugares, como Huelva, la gente aplaudía al grito del futbolístico «¡A por ellos!» a los policías que iban a Cataluña.

Este grito, que me pareció una tontería, ofendió a muchos independentistas de buena fe, y los políticos nacionalistas lo supieron explotar convenientemente. De este modo, el discurso del 3 de octubre del rey Felipe se consideró «la legitimación del «a por ellos». A diferencia de los políticos europeos, que pedían «diálogo» de forma perezosa al no entender la naturaleza profunda del conflicto, el Jefe del Estado hizo un discurso sin fisuras a favor de la legalidad. Admito que en ese momento eché en falta alguna referencia a los ciudadanos de buena fe que fueron a votar, o incluso algunas palabras en catalán, pero supongo que el Rey también estaba sometido a muchas presiones y equilibrios, y debía cerrar filas con las fuerzas del orden. Y, por qué no decirlo: acostumbrados a que tantos políticos traten a los votantes como menores de edad que no saben lo que hacen, Felipe VI les trató como ciudadanos responsables de sus actos.

Esos días vertiginosos de octubre prosiguieron con la manifestación multitudinaria del 8 de octubre de 2017, en la que miles y miles de catalanes salieron a las calles de Barcelona para evitar que Puigdemont declarase la independencia. Luca y yo también nos desplazamos desde Madrid para participar en ella, con una bandera europea. Mis padres se unieron a nosotros desde Argentona, y mucha otra gente a la que nunca verías con una bandera española bajo el brazo, ese día la reivindicaron. Otro éxito de los independentistas.

Con la sensación inminente de que Puigdemont declararía la independencia de forma unilateral, muchísimos catalanes retiraron su dinero de los bancos. En la sucursal del Banc Sabadell, en Argentona, había cola. Mi madre también fue. Muchas entidades, para tranquilizar a los clientes, movían sus cuentas a otras regiones para garantizarles que sus ahorros estaban protegidos. En la cola había gente de otras localidades que se habían desplazado para no tener que dar explicaciones a los empleados de su propia sucursal. El empleado que atendió a mi madre la trató con displicencia:

-No creo que sea necesario mover el dinero -le dijo el muy independentista.

-Mira, yo quiero estar tranquila, y que si declaran la independencia igual bloqueen nuestras cuentas -contestó mi madre.

-Mujer, pero esto es ilegal, no lo pueden hacer -siguió el empleado del banco.

-Tampoco era legal lo que aprobaron el 6 y 7 de septiembre y bien que lo hicieron, ¿no?

La charla acabó aquí y mis padres, como tantos otros catalanes, pudieron dormir un poco más tranquilos esa noche. Según La Vanguardia, los diez primeros días de octubre de aquel año se retiraron 6000 millones de euros de Caixabank y Banc Sabadell.

El 10 de octubre Puigdemont declaró y congeló en cuestión de segundos la declaración de independencia alegando que había movimientos internacionales para reconocer un Estado catalán. Poco antes de esta primera declaración, PP y PSOE ya habían frenado in extremis la mediación de la UE entre Cataluña y España. Según publicó la directora adjunta de La Vanguardia, Lola García, en su libro El muro. El poder del Estado ante la crisis independentista, a menos de dos horas de que Frans Timmermans, entonces vicepresidente de la Comisión Europea, leyera su discurso, políticos españoles le convencieron para quitar de su texto una mención para «mediar». El Gobierno catalán estuvo a punto de conseguir uno de sus objetivos por la vía de los hechos.

Finalmente, y después de un intercambio epistolar público entre Puigdemont y Rajoy, el 27 de octubre se declaró la independencia. Muchos ciudadanos fueron hasta el Parlament para celebrarlo. Aquí hay un debate interesante sobre si el pueblo traicionó a los políticos o los políticos al pueblo. Según nos contó en una tertulia a micrófono cerrado Jordi Borràs, un fotoperiodista que ve fascistas en todos los sitios menos en el independentismo, los dirigentes independentistas dieron la orden a Òmnium y la ANC de no movilizar a su gente ante el temor de que hubiera incidentes. Otros creen que fue el pueblo catalán, burgués y acomodado, el que no estaba dispuesto ni siquiera a hacer el sacrificio de acampar algunas semanas en las plazas para lograr la secesión.

Merece la pena volver a ver la cara de Puigdemont, Oriol Junqueras y compañía durante ese día, cuando sonó el himno Els segadors en la Cámara catalana, tras la proclamación de la independencia. Solo los diputados de la CUP estaban contentos. El hemiciclo estaba medio vacío porque el PSC, el PP y Cs decidieron demostrar su rechazo abandonando la sala. Los diputados del PP pusieron unas banderas constitucionales catalanas y españolas sobre sus butacas. Posteriormente, la diputada de Podemos, Àngels Martínez, las retiró enseñando así la patita de lo que significa el nacionalismo excluyente. Del mástil del Parlament, en cambio, no retiraron la insignia nacional.

El mes de octubre caliente acabó con Puigdemont huyendo a Bélgica. El Gobierno de Mariano Rajoy intervino la autonomía catalana a través del artículo 155 de la Constitución. Era la primera vez que se transitaba ese camino y todo fue como la seda, pese a las especulaciones de que el funcionariado se rebelaría. El hombre encargado de supervisar la intervención, Roberto Bermúdez de Castro, ha dejado claro en más de una ocasión que no hubo ningún tipo de resistencia. Incluso los políticos más nacionalistas,que apuntaban a ser nuevas promesas y relevo de Puigdemont, como Elsa Artadi, colaboraron con entusiasmo. Ella dice que no, pero existirían mensajes de Whatsapp demostrando lo contrario. Los dirigentes vascos del PNV estaban muy preocupados con que se aplicara el 155, por si después le tocaba al País Vasco. El lehendakari Íñigo Urkullu, asustado, intentó sin éxito que Puigdemont no declarase la independencia. Tengo algunos amigos que ahora reniegan de la independencia, pero que entonces criticaron la intervención de la autonomía. A Luca, en cambio, le pareció de lo más normal. En 2012, el Gobierno italiano disolvió el consistorio de Reggio Calabria para evitar que estuviera bajo el control de la Ndrangheta, una mafia italiana.

El 155 contó con el apoyo del PSOE en el Senado, que, según parece, lo rebajó para que no abarcara el control de TV3 con el argumento de que Europa no entendería que un medio de comunicación fuera intervenido. Y como los catalanes eran tan entusiastas del «Volem votar», Rajoy convocó elecciones de forma inmediata para el 21 de diciembre de Algunos dicen que Ciudadanos, viendo que ganaría las elecciones, forzó para que no se alargara la intervención de la autonomía.

 

(Visited 229 times, 1 visits today)

hoy destacamos

Deja un comentario