Declamadas con bocas más o menos grandes y llenas, nos hemos hecho un hartón de escuchar estos días defensas y ataques de derechos fundamentales que chocan contra otros, no menos sustanciales. Sin ir más lejos, tenemos el caso del exfutbolista del FC Barcelona, Dani Alves —un asunto que, sea dicho de paso, por poco no explota con el jugador defendiendo la camiseta azulgrana; solo le hubiera faltado eso a Joan Laporta, bastante atragantado en otros menesteres…—, absuelto sorprendentemente por el Tribunal Superior de Justicia de Cataluña (TSJC) de la denuncia de violación de una joven, después de haber sido condenado antes a cuatro años y seis meses de prisión —otro inciso para postular que, en caso de culpabilidad, cuatro años y seis meses me parecen insuficientes ante la gravedad de los cargos—. En este ejemplo, choca el derecho a la presunción de inocencia del acusado, eso de que todos somos inocentes hasta que se demuestre lo contrario, y los derechos de la víctima a la libertad, la autonomía sexual y, en definitiva, los derechos humanos de las mujeres. La discutible sentencia, que revoca la condena anterior, no le otorga carta de veracidad a la damnificada que, muy al contrario del acusado, nunca modificó su testimonio a lo largo del proceso. El tribunal le viene a decir: no eres fiable, te lo has inventado, no te has resistido, no eres merecedora de ser víctima porque antes estabas bailando con tu agresor. Una segunda violación que aboca a otras víctimas a pensárselo dos veces antes de denunciar al agresor…
Estos días también nos ha sacudido la frustrada publicación de un libro, El odio, del escritor Luisgé Martín, en que se narra el caso de José Bretón —condenado a 40 años de cárcel por asesinar y quemar a sus hijos—, donde el asesino confiesa por primera vez ser el autor de la barbarie: «Disolví las pastillas picadas en agua con azúcar y se las di para que bebieran. Antes de poner los cuerpos al fuego, pude comprobar que no respiraban, ya estaban muertos. No se enteraron de lo que pasaría. Confiaron en mí. No hubo miedo ni dolor ni ningún tipo de sufrimiento…». Desgarrador. Un choque de derechos, en este suceso, que tampoco ha pasado ni mucho menos desapercibido. En este caso, los derechos que chocan son los de la libertad de expresión e información, por un lado, y por otro, los derechos constitucionales a la intimidad o el honor, como puede ser la memoria de las víctimas, o el derecho a la integridad moral a través de la revictimización de la madre.
Mientras Donald Trump se metía un tiro en el pie con la guerra de los aranceles y distraía a la humanidad, nosotros presenciábamos esta feroz lucha de derechos y, sin querer o queriendo, con debates y contradicciones, nos posicionábamos a favor o en contra de unos derechos u otros. A pesar de defender la presunción de inocencia como derecho fundamental de un estado democrático, confeso que no me he creído nunca ninguna de las versiones, múltiples y contradictorias, de Alves, y sí la única versión de la víctima, la de que fue violada. Por otro lado, entiendo y defiendo que el libro de Bretón debería llegar a las librerías, confiando en la madurez de los lectores, libres de leerlo o no; en mi caso, declino la lectura. Como decía Blaise Pascal, «ni la contradicción es indicio de falsedad, ni la falta de contradicción es indicio de verdad».





