DANA: del ‘chapapote’ al barro

Bluesky

Galicia es tierra de naufragios. Tanto, que una parte de su litoral lleva el inequívoco nombre de Costa da Morte («Costa de la Muerte»). En 2002, un petrolero llamado Prestige se partió en dos precisamente frente a esta costa, liberando una carga letal: 77.000 toneladas de fuel. De aquella época recuerdo nítidamente la desastrosa gestión de los políticos, cuyas decisiones contribuyeron decisivamente a la magnitud del desastre. Políticos que despreciaron la opinión de los expertos (pescadores, marinos, capitanes de barco), cuyo saber sobre siniestros marítimos, vientos y corrientes hubiera sido clave para paliar (y quién sabe si evitar) lo que luego pasó.

También recuerdo el profundo abandono por parte del Estado que sufrieron los gallegos en los primeros tiempos; abandono que tuvo que ser suplido, a la fuerza, por la cooperación mutua y el apoyo de voluntarios venidos de toda España.

Susana Alonso

Ya entonces «sólo el pueblo salvaba al pueblo», lema hoy denostado por algunos como señal de «antipolítica», pero que es una evidencia palmaria, incontestable, al menos mientras ciertos políticos indecentes sigan haciendo abandono de sus deberes. ¿O es que la gente debería permanecer impasible mientras espera una ayuda que no llega? Hoy, en Valencia, como en Galicia hace veinte años, el calificativo de «servidores públicos», aplicado a ciertos personajes, suena a sarcasmo sangriento.

También recuerdo imágenes: una marea blanca de voluntarios encorvados sobre las negras playas, manchados hasta las cejas, tratando de arrancar el denso y fastidioso chapapote. Pero sobre todo recuerdo la foto de un vecino de un pueblo de costa: nunca olvidaré su rostro desesperado, desencajado por la ira, abroncando a un político por su ineptitud. Era la misma rabia y desesperación de aquella vecina de Paiporta que, cuando los reyes visitaron su localidad, escupió en la cara de Letizia las siguientes palabras: «A ti no te falta agua. Ni a ti ni a tus hijas. ¡Que nos estamos muriendo, coño!».

Hay pueblos que aprenden de sus errores. Japón y Holanda han tenido que luchar durante siglos contra las catástrofes naturales. De hecho, han tenido que construir su misma existencia precisamente contra estas catástrofes. Nosotros, imbuidos de una soberbia inexplicable, nos reímos de sus turistas con sandalias y calcetines, de su frikismo, de su ingenuidad. Pero ellos han construido diques potentísimos que impiden que millones de personas se ahoguen bajo el mar del Norte o edificios que resisten los peores sismos. Infraestructuras tras las que se intuyen verdaderos estadistas, políticos de altura que poseen cualidades como previsión, organización, sentido de Estado. O, simplemente, sentido común. Y quien no está a la altura, dimite. O lo dimiten.

No es nuestro caso. En una viñeta del gran dibujante que fue Mingote, se pueden ver dos personajes -previsiblemente políticos- contemplando desde una posición elevada un paisaje completamente inundado, sobre el que flotan animales muertos, casas y utensilios. Y uno le dice al otro: «Estas catástrofes solo pasan cada veinte años, así que hasta de aquí a veinte años no tenemos que pensar en lo que se podría hacer para prevenirlas». La viñeta es de 1982.

El pasado 29 de octubre, día en que cayó la DANA, todos estos recuerdos volvieron de repente, en una especie de dejà vu terrorífico: salvando las distancias, volví a ver a los mismos vecinos desesperados tratando de retirar ese otro chapapote que es el barro, ante unas autoridades igual de desaparecidas. La misma falta endémica de organización y coordinación. Idéntica incapacidad para aprender del pasado (¿cuántas gotas frías ha sufrido Valencia en su historia? ¿Por qué, entonces, no se emprendieron obras para evitar futuras amenazas? ¿Por qué no se corrigió el urbanismo irresponsable, que permitió edificar en zonas inundables? ¿No deberían haber sido probados y perfeccionados -hasta la extenuación- protocolos y sistemas de alerta y reacción?). Sin olvidar el desprecio hacia los expertos, que advertían que el cambio climático tenía el Mediterráneo como uno de sus epicentros.

Y, por supuesto, la misma desesperación y la misma ira contra una «alta política» inepta, sectaria y ególatra -encabezada por Carlos Mazón, el gran inmoral, el gran irresponsable-, incapaz de actuar con eficacia y rapidez de reflejos. Estos días, en Valencia, como ya sucedió en Galicia hace veinte años, el Estado entró en quiebra.

La pregunta hoy, como entonces, sigue siendo la misma: ¿Quousque tandem?

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