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El nacionalismo es cosa de pobres

Luis Caldeiro

Periodista. (luis.caldeiro@periodistes.org)
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El pasado 9 de diciembre de 2022, El Mundo publicaba una crónica de Francisco Cabezas, su enviado especial en Doha (Qatar), titulada “44 años y un sentimiento de culpa”. En ella, el periodista explicaba los sentimientos encontrados que iba a generar el partido de cuartos de final del Mundial de Fútbol que se celebraba en aquel país y que enfrentaría, ese mismo día, a las selecciones de Argentina y Holanda, casi medio siglo después de que la primera venciera a la segunda en la final del Mundial de 1978. Como siempre digo, el destino es caprichoso, le gusta jugar a las simetrías: El campeonato argentino había sido diseñado a la medida de la dictadura militar de Videla; y ahora era otra dictadura la que aprovechaba un evento deportivo para hacer lo que Matías Bauso -periodista, escritor y abogado definía en el mismo artículo como sportswashing: “lavar la imagen de uno gracias a los acontecimientos deportivos”. Pero lo más espeluznante de la crónica era leer cómo en el mayor centro de detención y tortura de la dictadura, la tristemente célebre Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA), “los partidos de Argentina los veían torturados y torturadores juntos”. “Mientras se gritaban los goles en el (Estadio) Monumental” -explicaba Cabezas- “también se gritaban los goles en la ESMA”. Y remataba: “Ello habla del poder del fútbol”.

No es cierto. No habla del “poder del fútbol” que los torturadores suspendieran momentáneamente  su carnicería para que víctimas y verdugos entraran en comunión y animaran a la selección del país. Habla de algo más turbio y sórdido: el poder del nacionalismo. Salvando todas las distancias -pues se tratan de tiempos y situaciones bien diferentes- es el mismo poder que explica aquella imagen que se produjo durante el referéndum soberanista del 9 de noviembre de 2014, cuando un (supuesto) ultraizquierdista como David Fernàndez -líder de las CUP  en aquella época- abrazó efusivamente a un ultraliberal de libro como Artur Mas. En aquel momento, Fernàndez dejó de ser un “peligroso antisistema” para convertirse en un patriota. Ah, la Patria, amigos míos. La Patria como ideal superior que fulmina toda desigualdad de clase, toda injusticia, toda opresión. El mecanismo -de formidable eficacia- que han utilizado desde siempre las élites para que opresores y oprimidos se fundan en amoroso abrazo, a fin de que estos últimos olviden o callen. Y no protesten ni se rebelen, claro.

Los ricos generalmente no se autoexigen Lealtad eterna a una Patria, no mueren por ella en el campo de batalla o en las barricadas. Esto es para gente de menos recursos, que son los que mayoritariamente consumen este “opio del pueblo”. Los ricos sólo guardan obediencia a su cuenta corriente. Ferrovial se nos va, claman algunos mientras se rasgan patética, cómicamente, las vestiduras. Se nos va como la pareja desagradecida a la que hemos dedicado los mejores años de nuestra vida y que ahora nos abandona por una persona más joven y atractiva. Y esos “mejores años” son, según publicaba recientemente el diario El País, los que van desde 1991 hasta hoy, durante los cuales la compañía obtuvo casi 9.000 millones de euros en adjudicaciones públicas por obras del ministerio de Fomento, 1.000 de ellos durante el mandato de Pedro Sánchez. Tampoco, según el rotativo, tributaba nada por el Impuesto de Sociedades desde 2020. ¿Escrúpulos? En absoluto: su presidente ejecutivo, Rafael del Pino -refrendado por la inmensa mayoría de los accionistas- trasladó sin más problemas la sede social a los Países Bajos. Pero, ¿a quién puede extrañar esta decisión? ¿De verdad alguien cree que un puñado de capitalistas debe lealtad a algo que no sea el dinero?

Quien pertenece, en cambio, a la base de la pirámide social y se muestra negacionista hacia la propia Patria es inmediatamente mirado con recelo o desprecio. A veces hasta con odio. Y cuando se producen situaciones de peligro real o ficticio para ésta, acaba sintiendo en la nuca la presión de sus congéneres, los cuales le exigen una profesión de fe, so pena de ser tachado de “traidor”. En Cataluña esto es un clásico, una verdadera institución, pero el mismo fenómeno se da en el resto de España o del mundo. Sólo varían las banderas. Durante el “Procés”, sin ir más lejos, es más que probable que las élites de Madrid y Cataluña siguieran cerrando tratos en sus lugares de encuentro habituales, codeándose en eventos sociales exclusivos o emparejándose para conservar o ampliar el Patrimonio. Y mientras las calles ardían, incendiadas por pobres que aullaban por un referéndum, los pudientes brindaban con champán observando con curiosidad aquella multitud de insectos y preguntándose: “¿Si no pelean por dividendos…entonces para qué?”.

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