Nosotros solos

Con la cabeza gacha, y sin hacer mucho ruido, el Consorcio del Museo de Lleida Diocesano y Comarcal ha empezado a devolver las 111 obras de arte que procedían de las parroquias que en 1995, por decisión del Vaticano, fueron adscritas a la diócesis de Barbastro-Monzón. De momento, se han entregado 28 y, en los próximos días, está previsto que pase lo mismo con el resto. Se acaba así el segundo capítulo de la desgraciada “guerra” que enfrenta, desde hace 25 años, al Gobierno de Aragón con la Generalitat.

La primera “batalla”, la de los tesoros del monasterio de Sixena -ubicado en territorio aragonés- que estaban expuestos en el Museo de Lleida, también acabó con su retorno en 2017, durante el periodo de aplicación del artículo 155 de la Constitución. El único que ha salido perjudicado de esta derrota judicial y política es, paradójicamente, el ex consejero de Cultura, Santi Vila, condenado por desobediencia y que se ha visto obligado a hipotecar su casa de Figueres para pagar la multa. Y es que la Caja de Resistencia independentista se negó a ayudarlo a superar este mal trago, puesto que se le considera un “traidor” a la causa.

Ahora queda pendiente el litigio sobre las pinturas murales del monasterio de Sixena, que fueron arrancadas y trasladadas a Barcelona durante la Guerra Civil y que se exponen en el Museo Nacional de Arte de Cataluña (MNAC). En este caso, el riesgo de dañar su integridad si se las vuelve a mover parece aconsejar que lo más sensato sería dejarlas donde están.

En todo caso, el conflicto de las obras de arte ha envenenado y deteriorado, hasta extremos penosos, las relaciones entre los gobiernos de Cataluña y Aragón que, no lo olvidemos, compartieron un brillante pasado en común durante la Edad Media. La radical negativa de la Generalitat a facilitar el retorno de este patrimonio motivó, por ejemplo, que Aragón decidiera, en 2006, suspender su participación en la Eurorregión Pirineos-Mediterráneo, de la cual forma parte Cataluña.

Había otra manera de encarar la división de la diócesis de Lleida, origen de esta “guerra” estéril: devolviendo a las primeras de cambio las 111 obras reclamadas y promoviendo, desde Cataluña, una estrecha colaboración entre los museos de Lleida y Barbastro para garantizar su exhibición y fomentar actividades culturales en conjunto. Pero no. Se optó por la confrontación, hasta que la derrota jurídica ha sido total y, encima, se ha creado un “mal rollo” que ha intoxicado la convivencia entre estos territorios hermanos, unidos por fuertes vínculos históricos.

Esta “guerra” es un paradigma de los graves errores estratégicos que, bajo la hegemonía política nacionalista, hemos cometido en Cataluña desde hace 40 años. Con una actitud empática y propositiva, las relaciones entre estos dos territorios de la antigua Corona de Aragón habrían podido ser, en democracia, muy fructíferas y beneficiosas para todos.

Por ejemplo, en una cuestión tan fundamental y sensible como es la gestión de los recursos hídricos y ambientales de la cuenca del Ebro. Un organismo con sede en Zaragoza, la Confederación Hidrográfica del Ebro (CHE), es quien se encarga del gobierno de esta enorme plataforma, que va desde Cantabria hasta el Delta y que abarca todos los ríos del Pirineo que confluyen.

Todos sabemos que el Delta del Ebro está en una situación crítica, a causa de la regresión y del cambio climático. Una de las causas principales de este drama ecológico es la falta de sedimentos, que quedan obstruidos río arriba, en los embalses de la cuenca. Si Cataluña mantuviera una relación de cordial y leal vecindad con Aragón, a buen seguro que esto se habría podido abordar con rigor y profundidad, para encontrar, desde hace años, una solución colectiva.

Pero no. El espíritu del “nosotros solos”, inoculado por Jordi Pujol hace ya 40 años, y que tiene su máxima expresión en el “plan de nacionalización” impulsado en 1990, ha sido devastador. Nos hemos convertido en una comunidad antipática y hostil a los ojos del resto de comunidades españolas y del otro lado de los Pirineos. La absurda “guerra” de las obras de arte de la Franja es una muestra fehaciente. También los intentos, generosamente subvencionados por la Generalitat, de “catalanizar” artificialmente la Comunidad Valenciana o las islas Baleares.

Con más humildad, respeto, generosidad y afán de trabajar con los vecinos, desde el reconocimiento mutuo y la igualdad, habríamos podido avanzar y progresar mucho más. Esto lo tuvieron muy claro los “padres fundadores” de Cataluña, que hicieron de las alianzas matrimoniales –por ejemplo con la dinastía de Aragón- su manera de sobrevivir, de crecer y de proyectarse.

Aquí, desde la Generalitat, nos hemos dedicado a pelearnos con los vecinos o hemos creado y financiado “quintas columnas” para subvertir la legitimidad democrática de sus instituciones de autogobierno. Con esta estrategia equivocada y suicida solo hemos conseguido su animadversión y que cualquier iniciativa que llegue desde Cataluña sea recibida, de entrada, con lógica prevención y desconfianza.

Espero que la lección de las obras de arte del Museo de Lleida nos haga abrir los ojos y ver la necesidad imperiosa que tenemos de construir puentes, en vez de dedicarnos a dinamitarlos. Cataluña tiene que cambiar el chip.

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