Cuixart esquina Forcadell

13 de Septiembre. Sol blanco y aire inmóvil, detenido por arte de una maldición eficaz. Aire como el agua justo antes de hervir. Al abrir las puertas del coche (a ver si encuentro un sitio en donde me den de comer) entra una bocanada tibia y desagradable. Como en tantos otros onces de septiembre, en este también huí de Cataluña. No tengo ánimo de mártir ni me gustan los mártires patrióticos.

Estoy en un pueblo de Cataluña. De este pueblo emigró un antepasado mío y no volvió jamás. Ni tan solo pidió ser enterrado allí: su cuerpo, lo que de él quede, yace en un cementerio de Barcelona.

Por una de las calles principales ando hacia la plaza. Encuentro un local regentado por tres mujeres filipinas. Amables, buen precio y calidad estándar. Todo parece andar bien. En la terraza, sol y moscas.

En las mesas a ambos lados de la mía todos hablan castellano (con alguna locución catalana interpuesta), ese bilingüismo natural que disgusta a los hipertensos de Koiné y de la Plataforma per la Llengua, que quizás sean los mismos pero con dos collares. Hay quienes desean collares, de perlas o de perros.

Ya de vuelta descubro que muchas calles lucen dos rótulos: uno, más antiguo, es azul con letras blancas (a veces blanco con letras negras). El segundo, más nuevo, fondo amarillo. Ambos llevan el logotipo del ayuntamiento. La calle Àngel Guimerà es también la calle Joaquim Forn; la calle Joan Maragall, también Josep Rull. Si los antiguos nombres eran patriotas, les han añadido una opción más patriota si cabe: la cosa catalana debe renovarse. Huele a redundancia: la calle que antes era Rovira i Virgili (un racialista) ahora también es la calle Carme Forcadell.

No he visto la calle de Puigdemont, pero supongo que es por no haber transitado la calle Mayor. La presencia ausente de Puigdemont induce al chascarrillo iconoclasta.

El paseo por el pueblo muestra un pueblo triste. Hay muchas tiendas cerradas, algunas de ellas llevarán así más de una década. Las fachadas languidecen. La tristeza se me agarra al cuerpo con más ahínco bajo ese calor pegajoso, entre las moscas diminutas que se me meten en el hocico. Vine a buscar algo de comer y parece que haya venido a rescatar al coronel Kurtz. El horror. Cataluña está ensimismada en su propio horror, en su salsa de nacionalismo y estupidez.

Doy con la calle Lluís Carulla, también calle Jordi Cuixart. Han hermanado a dos empresarios. El caso Cuixart me llena de dudas: si bien es cierto que el hombre no era un cargo público, su implicación en el intento de golpe de estado del 2017 es algo que debe ser analizado. No vale reducir su caso al asunto mediático del hombrecito de la melenilla encaramado en un coche de la Guardia Civil. El caso Cuixart es mucho más inquietante. Cuixart me produce un escalofrío: es siniestro hasta lo indescifrable. Me parece un exaltado, un tipo irracional que, en otras circunstancias y en otras latitudes podría ser un líder terraplanista. Y en otros tiempos pudo ser un hereje iluminado y a la vez un inquisidor sádico.

Me parece muy rara la doble nomenclatura: no se atrevieron a suprimir a Casals, a Rovira i Virgili, a Maragall. Decidieron algo ridículo: una sola callejuela fea lleva dos nombres, como un homenaje a la cobardía y a la esquizofrenia, la rara evolución del sentimiento atávico. Tradicionalismo al cuadrado. Carlismo al cuadrado. Y todo eso sucede en esa Cataluña que se empobrece a grandes zancadas: la Cataluña interior da muestras de una decadencia abismal teñida de banderitas, una caída anunciada en cada estrella de la bandera estrellada. En los noventa, ese pueblo parecía renacer. Hoy, señala el camino del descenso. Podrían dedicarle una calle a la Tristeza y, bajo el rótulo, nombrarla también Calle Independencia.

Salgo del pueblo por la carretera que transcurre al lado del río. En el invierno pasado, una riada se llevó casas, empresas y huertos de la orilla del Francolí. El desastre está ahí todavía, todavía están las máquinas y las ruinas que les dejó la avenida de las aguas, como si ayer mismo el río se hubiese cabreado. Quizás le pueden poner Avenida de Carles Puigdemont a la calle que el agua embravecida arrasó y no han sido capaces de enderezar.

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