Hay apretones de manos de mano que los políticos se tendrían que ahorrar. Por ejemplo, los que hicieron los dirigentes de los diferentes países que se reunieron en la cumbre del G20 en Osaka con el príncipe heredero de Arabia Saudí, Mohamed bin Salman. Empezando por la del presidente del Gobierno español, Pedro Sánchez. Diez días antes, la relatora de Naciones Unidas para las ejecuciones extrajudiciales, Agnes Callamard, había presentado su informe sobre el asesinato del periodista saudí Jamal Khashoggi en el consulado de su país en Estambul en el que consideraba que Mohamed bin Salman era uno de los responsables.
Callamard pidió a la comunidad internacional que aumente las sanciones contra el príncipe saudí y sus propiedades. La comunidad internacional de los países más ricos no sólo no le han hecho caso sino que se han reunido, fotografiado y dejado filmar compartiendo mesas y comidas con Salman. Peor todavía, la próxima cumbre del G20 está previsto que se celebre en la propia Arabia Saudí.
Hay límites que la diplomacia y la política realista no tendrían que atravesar. Por más petróleo que tenga un país y por más armamento carísimo que compre y, sobre todo, si lo usa para bombardear población civil en Yemen y en otros conflictos. España forma parte de los países europeos que venden armamento a este país.
También es cierto que hay quién denuncia con dureza esta amistad y comercio con la dictadura saudí y cierra los ojos contra otras dictaduras y regímenes sanguinarios. O que utiliza esta crítica justificada con intereses políticos circunstanciales, como se hizo en Barcelona a raíz de la manifestación contra los atentados terroristas de agosto de 2017.
Pero si entre los que mandan en el mundo hay personajes como Mohamed bin Salman y, encima, lo nombran anfitrión de sus encuentros, es indiscutible que no nos podemos fiar de las conclusiones que aprueban en sus cumbres y el futuro que nos diseñan para los que jamás daríamos la mano a un personaje siniestro como este.
