Yo, como el jamón, ibérico

Formalmente soy, tal como denuncian mis apellidos (algo que, como la procedencia, no se elige), vasco de Vizcaya, pero ateniéndome a lo que dijo Rainer Maria Rilke («la verdadera la patria es la infancia»), mi patria no es Euskadi. Blasfemia para los seguidores de Sabino Arana, que fundó su partido con el lema «Euzkadi Euzkaldunon Aberria da» (Euskadi es la patria de los vascos).

Mi infancia, es decir mi patria, como la de Javier Pérez Andújar, no es un territorio abstracto, ni la lengua, ni el paisaje, ni siquiera la idiosincrasia. Mi patria no es la nación, que no se sabe bien qué es. Mi patria no es comunión de nada, incluida la historia, fabricada más que a menudo al servicio del mejor postor. Es más, el propio concepto de «patria», tan manoseado, me repele y me siento absolutamente identificado con Samuel Johnson, cuando afirma que «el patriotismo es el último refugio de los canallas».

Mi identidad y mis querencias, mis sueños y mis temores, aquello que se fija en la infancia, según Rilke son, como las de Javier Pérez Andújar, las de las periferias industriales, como para otros pueden ser las montañas, las mesetas o los centros de las ciudades. Mi cuna fue, al principio, la Margen Izquierda de la ría de Bilbao. Las de todas las márgenes ahora. Pertenencia que incluso no comulga siquiera con una clase, una ideología, un partido. Porque la vida es más amplia que todo eso. Y las patrias, todas, no son más que espíritu de campanario.

Me identifico con el profesor Cesáreo Rodríguez-Aguilera Prat cuando, en su entrevista en EL TRIANGLE, decía soñar con una Europa en la que el hecho nacional fuera cosa de lo privado, como más o menos ocurre con la religión. Y hubiera deseado, como él, que Cataluña fuera gobernada por Enrico Berlinguer, en vez de por Jordi Pujol. Un ámbito en el que los museos, la ópera, el ballet, las plazas y las fuentes hubieran superado la coletilla «nacional» para reintegrarse a la vida civil. Un espacio que, como los libres de humo, estuviera exento de nacionalismo.

No me identifico con el soberanismo, ni siquiera en plural, como dicen entenderlo Ada Colau y, al parecer, Chantal Mouffe y otros post-marxistas. Porque la soberanía, como tan bien lo expresan los nacionalistas, es esencialmente el poder político supremo que corresponde a un Estado independiente. Así, ampliar el foco soberanista a todo lo que nos atañe, en vez de suprimirlo de nuestro universo de referencias, parece más bien oportunismo que cualquier otra cosa.

Sin saberlo, como manifiesta Bea Silva, he sido federalista y ahora milito en el federalismo. Porque creo que, en vez de perseguir propiedades, de lo que se trata es de buscar la forma de compartirlas. Porque la federación, como estableció Pierre Proudhon, es un sistema de relaciones en el que los individuos se asocian libremente con otros para llevar en común las tareas que crean necesarias de una manera mejor. Me siento parte de España y de los españoles y también, por qué no decirlo, de Portugal, por quien tengo una especial debilidad. Por eso, en fin, haciéndome eco de José Luis López-Aranguren, no tengo ningún empacho, sino todo lo contrario, en proclamarme ibérico, como el jamón.

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