Perpiñán

Nos estamos quedando afónicos de tanto cantar Els Segadors. Por fin, el pueblo de Cataluña ha acabado de aprender –que no de entender, eso es otro tema- las tres interminables estrofas de este canto tan patriótico como violento. Igual pasa con L’Estaca y espero que Lluís Llach –ahora reconvertido en gurú de causas perdidas- no haga como la SGAE y cobre derechos de autor cada vez que el avi Siset vuelve a la vida desafinado. Yo particularmente prefiero La Gallineta y no entiendo cómo es que no se ha escogido esta canción como banda sonora de nuestra revolución interminable. La letra es premonitoria –»a fer punyetes aquest sou que fa tant temps que m’esclavitza»- y, además, habla de los problemas de estreñimiento que sufrimos desde hace semanas a causa de tantos disgustos.

Que hayamos recuperado el cancionero catalán de protesta de los años setenta y que sus letras tengan ahora el mismo sentido que hace casi cincuenta años es muy preocupante. Y no sólo porque haya muchos nostálgicos que todavía piensen que contra Franco –o con él, depende de la bandera- se vivía mejor, sino porque quiere decir que en este país no se han hecho bien los cosas y quedan muchas asignaturas pendientes, comenzando por aquella que distingue la derecha de la izquierda. De hecho, reconozco que esta lección es la más difícil de aprender. La patria y la economía las hermanan, dejando desorientados a los admiradores de Coco y sus magistrales explicaciones sobre antónimos.

Son tiempos de zozobra. Política y también mental. Reflexiono sobre las consecuencias de la aplicación del artículo 155 y se me funden los plomos. Y no sólo porque supone el secuestro del autogobierno y la recentralización sine die de las competencias con la excusa de la rebelión del desmelenado Puigdemont y la aprobación de los socialistas. Es, sobre todo, porque ahora ya no tendremos un presidente de la Generalitat sino que tendremos dos: el cesado que no quiere cesar y el nuevo que gobernará desde Madrid y que ningún catalán ha votado. Los cupaires han propuesto al gobierno Puigdemont que se traslade a Perpiñán, pero tampoco acabo de ver claro que me gobierne un grupo de afrancesados.

No caeré en la trampa de comentar los agravios que supone el artículo 155 porque el tema es tan serio como para no hacer coñas. Tampoco haré escarnio ni de la cera que colapsó la avenida Diagonal al día siguiente de la procesión independentista, ni de la idea de sacar 155 euros del cajero «para gastarlos como quieras», cuando todos sabemos que pocos pueden permitirse este lujo y, además, el cajero no da billetes de 5 euros. Las estrambóticas ideas del think tank procesista para conseguir que Bruselas nos escuche de una puñetera vez me tienen fascinada porque me recuerdan a mi época de esplai y por eso me merecen todo el respeto. Incluso me merece respeto la petición reiterada de Alfred Bosch a la hAda Colau para que cambie de pareja porque amor y política van de la mano.

De lo que sí quiero hablar, ni que sea brevemente, es del ataque de pánico que sufrieron el viernes pasado los trabajadores de TV3 cuando se cortó la emisión durante 10 minutos por culpa de una avería. Dentro y fuera de la redacción todos pensaron que la trastada era en realidad un avance de lo que tenía que venir con el 155 de los huevos: el control del gobierno Rajoy de la radio y la televisión públicas catalanas para acabar con tanto adoctrinamiento sardanista. Le tienen ganas a teleteresines y, como los del PP son unos demócratas sin complejos, estoy segura que no tendrán bastante con la cabeza de Vicent Sanchis. Y es que cuando empiezas a trinchar nunca le ves el final.

Se habla mucho estos días de la nueva versión de Sleepy Hollow que los guionistas de Mariano Rajoy preparan para los medios de la Corporación Catalana de Medios Audiovisuales. De lo que no se habla tanto es del futuro incierto de los medios de comunicación privados que viven de la teta de la Generalitat a cambio de adoctrinar a la opinión pública catalana, siempre tan ignorante y mentalmente inestable. La intervención de las cuentas del gobierno catalán por parte del ministerio de Hacienda no sólo afectará a las partidas del 2017 que estaban pendientes de pagar. También podría dejar en el aire las subvenciones del 2018 sin las que muchos diarios digitales y de papel no pueden sobrevivir. Vivimos días aciagos. Suerte que siempre nos queda Perpiñán.

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