Catalanes contra catalanes

En contra de lo que muchos creen, el conflicto vasco no fue y no sigue siendo tanto entre Euskadi y España, sino entre los propios vascos. ¿No estará ocurriendo algo similar en Cataluña?

Las guerras civiles, como expresión extrema de un conflicto entre propios, parecen innatas a la condición humana, dada su proliferación a lo largo de la historia. Castilla tuvo una (1366-1369) entre Pedro I y su casi hermano Enrique de Trastámara, que luego se enfrentó en otra guerra civil a su medio hermano Alfonso. Hubo otra (1475-1480) entre la reina Isabel de Castilla y su esposo Fernando II de Aragón contra su sobrina Juana la Beltraneja. Entre 1833 y 1876 hubo varios enfrentamientos civiles (guerras carlistas), entre dos ramas de los Borbón por la sucesión a la corona. Entre 1936-1939 hubo otra guerra civil entre republicanos y franquistas.

Con tan nutrido legado (no mayor, por cierto, que el de nuestros vecinos europeos), trufado de hostilidades, agravios y roces continuos entre territorios, comunidades, estamentos… ¿qué puede tener de extraño que, a su escala, se generen, enquisten y reproduzcan conflictos civiles como el que, por ejemplo, se registra actualmente en Cataluña?

Es bastante sabido (y documentado) el sentido que tuvieron las luchas carlistas entre absolutistas, con la Iglesia Católica a la cabeza, y liberales, más bien vergonzantes. Aparentemente, se trataba de un enfrentamiento entre los que reclamaban que Carlos María Isidro heredara el trono de su hermano Fernando VII y los que se inclinaban por Isabel, hija de éste, pero en el fondo era una lucha entre los rescoldos del Antiguo Régimen (Dios, Patria y Rey) y las corrientes del liberalismo incipiente.

En algunos territorios, incluida Cataluña, las guerras carlistas contribuyeron a reavivar antiguos agravios, como el que enfrentó a vigatans y botiflers en 1714. En Euskadi, las centenarias luchas banderizas entre oñacinos y gamboinos, también pervivieron de algún modo en el enfrentamiento carlista. Las guerras carlistas, en fin, resultaron un choque fratricida entre los propios vascos, como tan bien retrata Julio Medem en la película Vacas y, de algún modo, también en Cataluña. A lo largo de tres generaciones, se mataban los Irigibel y los Mendiluce, con la ayuda en algún caso del ejército regular. Y así ha ocurrido más recientemente. Porque, a pesar de los esfuerzos del padre del nacionalismo vasco, Sabino Arana, por proyectar el conflicto civil hacia España, cosa que prosiguieron ETA y sus ramificaciones, el contencioso fue sobre todo entre vascos. En este caso, entre nacionalistas y no nacionalistas, con todos los matices y gradaciones correspondientes, en ambos bandos.

Como así han reflejado todas las elecciones celebradas en democracia, más allá de las siglas, se han conformado en Euskadi y Cataluña dos grandes ámbitos, como los de Oñaz y Gamboa en la Edad Media o los de austriacistas y borbónicos catalanes. Al final, como los arroyos, odios, simpatías, percepciones… desembocan en una de las dos grandes corrientes que, para entendernos, denominamos «nacionalistas» y «no nacionalistas». Entre los primeros, toda una gradación de visiones e intensidades y entre los segundos, también.

Se nos quiere hacer ver que el conflicto está planteado entre catalanes y españoles, pero no es así. Urnas, demoscopia y hasta el propio sentido común ponen claramente de manifiesto que el conflicto está planteado en primer plano entre los propios catalanes. Entre catalanes que, de un modo u otro, se identifican con el nacionalismo catalán y votan en ese sentido y los que, por múltiples razones, no se sienten nacionalistas catalanes. Rizando el rizo, incluso se trata de vender la contradicción entre «Cataluña y España», como un «si no estás conmigo estás contra mí». Es decir, si no estás con Puigdemont estás con Rajoy. Incluso se ha tratado de popularizar (afortunadamente con poco éxito) lo de «unionistas» para referirse a los que no están de acuerdo en qué hacen y cómo lo hacen los ex-convergentes, ERC y la CUP.

No faltan, desde luego, en el escenario hiperventilados, esencialistas e identitarios inclinados a repartir credenciales, que niegan la condición de catalanes a muchos catalanes, amparándose en la lengua, procedencia, apellidos… Cosa que, además de infumable, no conduce a nada, porque catalanes, como muy bien se ha dicho, son todos los que viven y trabajan (si pueden) en Cataluña.

En este sentido, ¿no parece de cajón reclamar un acuerdo de mínimos entre catalanes para pactar vías y procedimientos capaces de dirimir sus diferencias? De lo contrario, seguiremos instalados en la parra de las tergiversaciones, como la que nos presenta a Cataluña y a los catalanes como un compacto bloque, identificado y seguidor del nacionalismo. Y que no nos extrañe que, como así ha sucedido en otras ocasiones, como consecuencia de la propaganda, «de la comida de coco», acabemos viendo en cada español un enemigo, incluidos los millones de personas que en Cataluña no comulgan con Junts pel Sí y acólitos.

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