Love is in the air

Ya tenía razón la marmota Phil cuando predijo que se había acabado el invierno antes de empezar. La primavera está llegando y no sólo lo digo yo y mi alergia. Nuestros diputados, siempre tan sensibles, también están notando los efectos de la agitación hormonal que acompaña cada año a esta traviesa estación. Esta es la única explicación razonable que doy tanto al beso que se dieron Pablo Iglesias y Xavier Domènech en el Congreso de los Diputados la semana pasada como al descontrol que gasta últimamente el grupo parlamentario de Junts pel Sí a la hora de votar mociones al revés de cómo tenían previsto en un principio.

Por suerte, del postureo que ha supuesto la investidura fallida del candidato del PSOE a presidir las Españas sólo recordaremos el apasionado beso que Iglesias y Domènech se han dado en los morros ante un estupefacto De Guindos. Se ve de lejos que el piquito no ha sido un acto premeditado para conseguir robar al larguirucho Sánchez su minuto de fracasada gloria ni para intentar hacer cambiar al ministro de Economía en funciones esta cara avinagrada que siempre gasta. El apasionado beso –consin lengua, como diría Joan Clos- ha sido seguramente fruto de la emoción del momento, de saberse ganadores de un absurdo pulso con los socialistas que nos lleva a un nuevo vodevil electoral de consecuencias imprevisibles.

Las nuevas formas de hacer política tienen un doble y loable propósito para que España se desprenda de la caspa franquista de una vez: superar los castradores prejuicios de género y provocar unos cuantos infartos en el sínodo de la Conferencia Episcopal Española. Además, que dos hombres feos se morreen en el hemiciclo imitando el beso de Leonid Brézhnev y Erich Honecker no nos tendría que escandalizar tanto como las crueles medidas de austeridad que se han votado durante los cuatro años de gobierno popular en esta cámara. El beso, sea entre camaradas, entre mafiosos o entre hippies colocados, sólo es peligroso si uno de los dos protagonistas sufre de mononucleosis infecciosa y llena de babas la bancada popular.

En Cataluña hemos perdido a dos diputados besucones –Antonio Baños y David Fernández-, pero también sufrimos los estragos de las hormonas alteradas por el cambio de estación. Probablemente sea la alocada primavera y no el subconsciente la responsable de que la republicana Marta Rovira haya hecho votar a su grupo a favor de que la Generalitat pague 1.600 euros anuales por cada plaza de guardería. El error supondrá un gasto extra para las arcas del gobierno catalán para cabreo del consejero Oriol Junqueras, que sigue buscando el escondite del dinero sin éxito. Más de un tuitero ya ha exigido la cabeza de la Rovira y que se descuente el importe aprobado del sueldo de los diputados de Junts pel Sí para expiar el error, pero yo aconsejo al gobierno que ignore la moción y punto. Es mucho más fácil y ya se ha hecho antes con éxito.

Besarse ante el ministro de Economía –esté en funciones o no- o equivocarse en una votación parlamentaria no nos tendría que molestar tanto porque en realidad son actos que demuestran que nuestros políticos son humanos y que es normal que la caguen tan a menudo. Ver llorar a Ada Colau durante el homenaje a Salvador Puig Antich conmueve, pero todavía conmueve más escuchar a la alcaldesa de Barcelona reivindicar la ciudad antisistema como motor del cambio. Feminizar la política no siempre es garantía de hacerlo mejor –tenemos el ejemplo de Margaret Thatcher-, pero ya va siendo hora de que alguien reconozca el gran papel que las emociones provocadas por el amor, las hormonas alteradas y la primavera tienen últimamente en los políticos, siempre tan aburridamente testosterónicos.

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