Ya he comentado alguna vez que para abordar la «cuestión palpitante» de Catalunya hay que ser un experto en historia medieval y, además, estar dispuesto a ir al psiquiatra en caso de urgencia. Inmersos en el año del Tricentenario -a mayor gloria de los bolsillos de Toni Soler, Miquel Calçada y Quim Torra, el sepulturero del Born-, hemos pasado casi de puntillas sobre un hecho, para mí, mucho más capital en los anales que nos preceden: el 800 aniversario de la batalla de Muret.
El 12 de septiembre de 1213, las tropas aragonesas y catalanas del rey Pere el Católico, que acudieron en socorro de los aliados occitanos, fueron masacradas cerca de Toulouse por el ejército franco comandado por Simó de Monfort. Con la excusa de exterminar la herejía cátara que había arraigado en las tierras occitanas, el reino de Francia, con el apoyo entusiasta del papa Inocencio III, conquistó el Languedoc, con quien la Corona de Aragón mantenía una relación fraternal.
El rey Pere murió en Muret y su hijo, Jaume I, quedó rehén de los franceses. ¿Qué habría pasado si los aragoneses y los catalanes hubiéramos ganado esta batalla en la qué, además, según dicen, lo teníamos todo a nuestro favor? Sin duda, se habría consolidado, a ambos lados del Pirineo, un gran reino medieval que habría unido Occitania y la Corona de Aragón, dibujando un mapa geopolítico completamente diferente al qué nos fue legado y que condiciona, en buena medida, nuestro presente.
Además de exterminar a los cátaros de manera bárbara, Simó de Monfort anexionó Occitania a Francia y amplió los dominios de París hasta la raya del Pirineo. Pero algunos «bonshomes» -así se llamaban los seguidores de este cristianismo puro- pudieron escapar de la feroz represión de los cruzados y se refugiaron en Catalunya. Siempre he pensado que los ideales cátaros, a pesar de no ser visibilizados, han tenido y tienen una fuerte influencia en la conformación del pensamiento catalán.
El obispo Josep Torras Bages sentenció en el siglo XIX aquello que «Catalunya será cristiana o no será». Yo diría más: «Catalunya será cátara o no será». Me ha venido esta reflexión leyendo el Manifiesto del Pacto Nacional por el Derecho a Decidir que ha elaborado «mosén» Joan Rigol y que incluye pasajes de una ternura política fascinante: «Reclamamos el Derecho a Decidir (…) y lo vinculamos a la mejora de la vida personal y colectiva de las personas que viven y trabajan en Catalunya, al compromiso con las exigencias de la calidad de la democracia, a los derechos sociales -especialmente en la atención a los más débiles-, a la profundización del estado del bienestar, a la solidaridad intergeneracional, al equilibrio territorial y desarrollo sostenible».
Y continúa: «Exigir el ejercicio del Derecho a Decidir implica también la afirmación de que Catalunya es una comunidad humana que integra, respeta y apoya las diversas aportaciones culturales y el pluralismo lingüístico que hoy se refleja en nuestra sociedad. (…) El civismo, el diálogo, el respeto a todas las diversas opciones democráticas pacíficas y al pluralismo político, ideológico, religioso y de opciones de conciencia, el rechazo a toda discriminación contraria a la libertad y a la dignidad humana, así como la firmeza en las propias convicciones, tienen que configurar todas las acciones surgidas desde el Pacto Nacional por el Derecho a Decidir».
¿Qué dirán los independentistas intransigentes, herederos del general Moragues y de los hermanos Badia, ante este programa «cátaro» que despliega Joan Rigol? ¿Y los neoliberales de la estelada que sueñan con hacer de Catalunya un gran «paraíso fiscal» y que consideran un anatema el estado del bienestar? Perdimos la batalla de Muret hace 800 años, pero el espíritu cátaro resta entre nosotros. Joan Rigol es un «bonhome».