Un mundo feliz

Los que utilizamos las redes sociales lo hemos podido comprobar una vez más durante las vacaciones de verano: somos felices. Tremendamente felices. Tan felices que nos sentimos en la obligación de propagar la noticia a los cuatro vientos. Felices por pasar unas vacaciones tan estupendas en Grecia, Tailandia o Formentera. Felices por pasarlas con esta pareja tan estupenda, con estos niños tan alegres y tan agradecidos. Niños que han aprendido antes que nosotros que uno no es realmente feliz hasta que los demás no se han enterado de lo bien que lo hemos pasado, lo bien que hemos comido y lo bien que nos está tratando la vida.

Sonreímos mientras nos hacemos una selfie con el atardecer de fondo o frente a una paella de marisco. Sonreímos mientras abrazamos a nuestra pareja. Sonreímos aunque ya llevemos tres meses (¿o son ya cuatro?) sin hacer el amor. O sin apenas saludarnos cuando volvemos del trabajo. Sonreímos y luego comprobamos cuántos likes hemos conseguido.

Todo el mundo es feliz en el mundo virtual y sin embargo las estadísticas demuestran que las personas que más tiempo pasan en las redes sociales presentan un índice de depresión significativamente más elevado que las que se conforman con una “vida off-line”. Y es precisamente en redes como Instagram o Facebook donde vemos el mayor despliegue de signos exteriores de felicidad: playas paradisiacas, paseos por la Quinta Avenida, platos suculentos y las inefables selfies de parejas. Si además lo sazonamos todo con citas de Paulo Coehlo, el Mister Wonderful de los adultos, la “felicidad” será completa.

La (mal) llamada “psicología positiva” plantea la felicidad no ya como un premio sino como una exigencia y si usted no es feliz es que no se esfuerza lo suficiente. En cualquier caso, no sea aguafiestas y haga los esfuerzos pertinentes para parecerlo. Porque la felicidad es ya una mercancía, una forma de venderse al mundo que acaba convirtiéndose en un arduo ejercicio donde el objeto de nuestros esfuerzos no es otro que nosotros mismos,

Pero si hay que estar (a defecto de ser) tremendamente felices, satisfechos con nuestra vida y demostrarlo continuamente, nos topamos con la primera de las contradicciones de esta felicidad impostada, porque ¿qué necesidad tiene el que está realmente satisfecho con su vida de demostrarlo constantemente? Y es que esta felicidad, o esta demostración de felicidad, no responde a una auténtica paz del espíritu fruto de haber hecho las cosas bien en nuestra vida sino a la exhibición constante de una acumulación de pequeños placeres perfectamente incrustados en la lógica de la sociedad de consumo. Satisfacer todos nuestros apetitos no nos va a dar la felicidad sino que más bien podría alimentar una frustración creciente ya que los placeres y las tentaciones no tienen fin.

Esta visión de la felicidad se inserta pues perfectamente en un neoliberalismo económico desbocado, no solamente porque promueve un consumo de productos de lo más diverso basado más en lo emocional que en nuestras necesidades, sino que, además, al vincular la felicidad con la actitud del individuo, está liberando al sistema, a nuestra empresa o a nuestro jefe su responsabilidad en cuanto a nuestras condiciones de vida objetivas. De la misma manera, negar la necesidad de expresar nuestro pesar en los inevitables momentos tristes de la existencia e intentar “animarse” a la fuerza no solamente no nos va a ayudar a superarlos sino que puede conducirnos a un enquistamiento en ese estado. El duelo es doloroso pero es un paso necesario para la superación de lo que lo ha causado.

En definitiva, esta exigencia de felicidad constante y su exhibición vía redes sociales presenta varias contradicciones respecto a alcanzar un auténtico estado de realización personal. Primero porque sólo puede pasar por un egocentrismo desmedido que necesita “fijar” nuestros momentos de felicidad a través de la mirada de los demás. En segundo lugar porque se sustenta  en una industria que no deja de crecer: talleres de “mindfulness”, libros de autoayuda (que ayudan en primer lugar a engordar la cuenta corriente de sus autores), clases de yoga, “crecimiento personal”, “coaching”, etc. En tercer lugar porque crea frustración y sentimiento de culpa entre aquellos que, por su condición de solteros, su falta de medios para viajar a la otra punta del mundo, su legítimo carácter introspectivo o por cualquier otra razón, no participa de esta orgía de las endorfinas. Y finalmente porque el poder tiene todo el interés del mundo en convencernos de que somos felices así y que por tanto no cabe cambiar gran cosa al orden establecido.

 

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