Toda la culpa la tiene Hollywood

Desde sus orígenes, el cine ha actuado como un modelo conformador de actitudes y estilos de vida. A día de hoy, con el efecto multiplicador de la televisión, legitima conductas y percepciones de la realidad que antaño provocaban rechazo o discrepancia. Para comprobarlo basta con asomarse a la política.

«Toda la culpa la tiene Hollywood», solía decir una amiga mía (muy aficionada al cine, claro), refiriéndose a que sus acontecimientos vitales, en particular los menos satisfactorios, habían sido mediatizados por lo que veía en las películas, que para ella era la realidad. No era un caso único. La personalidad de la gente cambia cuando reconocen como realidad en sus vidas lo que el cine les vende y las historias que muestra.

Es tal la influencia de las imágenes en la gente que, en Estados Unidos, se han dado casos de ataques a personas por creer que son villanos de alguna película. «Todos aprendimos a besar ante las pantallas y antes que en la realidad. Salíamos del cine dispuestos a hacerlo como Burt Lancaster se lo hacía a Ava Gardner (…) Con la lección aprendida, cargados de teoría, decididos a imitar aquellos besos de precisión, que nunca debían ser más largos de veinticinco segundos, pero debían superar los diez. Besos sin lengua, pero con misteriosas implicaciones lingüísticas», comenta Juan Cueto.

Explican los analistas que, entre otras cosas, esta pulsión se traduce en afinidad emocional, cuando el espectador siente un acercamiento impreciso hacia el protagonista; auto-identificación, cuando se siente en la misma situación que la estrella; imitación y proyección, que consiste en que más allá del peinado, la ropa o el besar, la persona quiere vivir como vive su estrella favorita.

Las generaciones de la tele -muy en particular, la que nació y creció con el invento- seguramente saben de todo esto muchísimo más que las anteriores. Y nada tiene de extraño, en consecuencia, que no solo hayan estado, digamos, influidas por Los Chiripitifláuticos, o los sábados de «Un globo, dos globos, tres globos», sino que es la propia tele la que se ha instituido en referencia principal de sus universos. No hay ya pues manera de entender el mundo al margen de las imágenes. Y menos, incluso, de ganar elecciones.

Quizá por esto, anclada en la vieja cultura Gutenberg, Izquierda Unida no lograba romper su modesto techo electoral, cuando las condiciones objetivas parecían darle toda la razón. Por el contrario, cuando irrumpió Pablo Iglesias en el paisaje político, lo hizo de la mano de la tele, o viceversa. Dedicó sus primeros 8.000 euros del sueldo como parlamentario europeo a financiar La Tuerka, la humilde tertulia que le permitió dar el salto a las grandes pantallas. En vísperas de la campaña a las elecciones europeas de 2014, la gente se preguntaba quién era ese de la coleta, que salía mucho por la tele.

Metidos en harina, nada de sorprendente, que de manejar el medio se pase al mensaje, a ser parte de él, a veces como actor. Cosa que pareció poner de manifiesto el celebrado beso de Pablo Iglesias a Xavier Domènech, en pleno espacio escénico de las Cortes. Y así suma y sigue, al estilo americano (como dice Román Ceano), siguiendo la estela de Ronald Reagan, directamente extraído de Hollywood, o del propio Donald Trump, que más que real parece catódico.

Lo preocupante de todo esto es que igual acaba pasándonos con Pablo Iglesias, Xavier Domènech, Ada Colau, y no solo ellos, lo que nos ocurría cuando, después de atiborrarnos de cine, creíamos que nos perseguía el FBI, la CIA, Freddy Krueger (todos a la vez), mirábamos fijamente a un extraño al pasar por la calle y nos devolvía la mirada, preguntándonos qué tipo de problema teníamos.

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