Periodismo fast food y política pop, un binomio explosivo

 

Vamos mal. Escucho, miro y analizo el entorno político-mediático general y, salvo honrosas excepciones, creo que asistimos a un folklore informativo que, en consonancia con la moda de políticos pop, nos sirven un espectáculo indigno de una sociedad que se cree, y se quiere, madura.

Parece que hemos convertido la sociedad líquida en una suerte de sociedad de adolescencia permanente que idolatra el consumo fast food. Y así andamos.

Vivimos una época en la cual parecería que la política se gesta a golpe de tuit – con Trump como máximo exponente- o de giro de guión mediático – veamos sino el que hizo a última hora Albert Ribera antes de las reuniones del rey para proponer o no candidato a la investidura para presidente del Gobierno. Una época en la cual lo que no sucede en los medios y las redes, no existe; y hemos llevado esta máxima tan al límite que una tiene la impresión de que las reuniones y negociaciones se producen en un ágora totalmente transformada; hemos cambiado el ágora pública ateniense (que en nuestro sistema sería el hemiciclo parlamentario) en el ágora pública mediático-tuitera. Eso significa que la deliberación política se ha desplazado a los platós y las redes, con lo que ello conlleva de márqueting, rapidez y emocionalidad. O peor aún, el estilo emocional, rápido y falto de reflexión está invadiendo ya el ágora parlamentaria. De hecho, hemos elevado la emoción y la anécdota a categoría política, desplazando la argumentación; y a parte de la subjetividad y superficialidad que ello conlleva, también nos adentra en un terreno pantanoso en el cual no hay discusión ni confrontación de ideas posible, sólo emisión de mensaje, unilateralismo y unidireccionalidad discursiva que va directa al estómago y la piel, no al cerebro.

El cóctel está servido pues: la necesidad autocreada de respuesta periodística immediata y la emocionalidad autoimpuesta por la política entretenimiento (la política pop), impide la reflexión serena y nos lleva, de nuevo, a la sociedad de adolescencia permanente.

En este escenario perverso, la puesta en escena cobra tanta o más importancia que la misma acción de gobierno y oposición. ¿Y todo esto por qué? ¿Para qué? ¿Para adaptarnos a la sociedad líquida, casi desecha? ¿Por captar la atención de una ciudadanía cansada y poco interesada en la política? Los datos de la última encuesta del CIS revelan que la desconfianza es el principal sentimiento que despierta la política en la ciudadanía (en un 34,2%), seguido del aburrimiento (15,8%) y la indiferencia (13,3%); también es significativo el 9,2% que muestra irritación. Y todo ello ante un mísero 12,4% que muestra interés y un 3,5% que denota entusiasmo. ¿De verdad creemos que esa hipermediatización ayuda a acercarse a la ciudadanía? ¿O más bien la aleja?

Creo sinceramente que todo ello nos lleva a frivolizar de tal manera el mensaje político, y la propia autoridad que debería tener todo político y política, que se convierte en un arma endiablada, porque al final lo que conseguimos es que se pierda esa autoridad (que proviene del latín auctoritas, que significa aumentar, promover, hacer progresar) y se imponga la frivolidad, la ocurrencia y el giro de guión sin mucha idea de generar verdaderas tramas narrativas, como escribía al principio, ni capacidad de construir verdaderas acciones políticas.

Conseguimos así que la ciudadanía consuma política como consume una serie televisiva, cierto; pero lo que eso significa en verdad es que hemos convertido a los y las políticas en productos de consumo, en actores que bien podrían protagonizar esa serie (¿no os imagináis un capítulo con los últimos meses de la política española?); que hemos entrado en la época de los hiperliderazgos personalistas y mediáticos, en esa época de política pop en la cual todo lo que envuelve la política acaba considerándose, y tratándose, como entretenimiento.

Y en este contexto, corremos el riesgo de que los liderazgos se diseñen bajo parámetros televisivos y de marketing comunicativo, con timings calculados en base a los actuales cánones mediáticos. Y si en comunicación se impone el periodismo fast food, de rápido consumo, los mensajes políticos acaban siendo también mensajes fast food, de consumo rápido.

¡Esperemos que no lo sean también los propios políticos!

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