Once horas a urgencias

El gobierno catalán se ha molestado mucho con el cartel donde aparece el espabilado consejero de Salud recibiendo una buena bofetada de una enfermera. No penséis mal. El cartel en cuestión, obra del sector cupaire más indisciplinado, no publicitaba sesiones de sado-maso a buen precio, sino una nueva protesta de los profesionales de la sanidad pública catalana contra la condiciones en que están trabajando por culpa de los recortes del ex-socialista Toni Comín y de su antecesor en el cargo, el liquidador Boi Ruiz, tan admirado por la periodista agradecida Patrícia Gabancho. Si por mí fuera, los guantazos irían de dos en dos y no se acabarían nunca.

El pasado jueves mi padre fue de urgencias al Hospital de Sant Pau. Entró poco antes de las 11 de la mañana y salió casi a las 10 de la noche. Once horas sentado en una incómoda silla y vegetando en un pasillo con un probable ictus como diagnóstico esperando que quedase libre algún box para poder ser atendido por un médico. Por suerte para mi padre el ictus en cuestión resultó ser leve: le ha afectado a la vista y un poco al equilibrio. Tendrá que llevar gafas y, lo que es peor, probablemente entrará en el selecto club de San Sintron, un veneno que los médicos recetan como si fuera un caramelo y que presuntamente salva tanto como mata.

Según Comín, que los enfermos se queden horas en los pasillos esperando atención médica no tiene tanto que ver con la falta de recursos y personal de los hospitales públicos catalanes como con la estrategia de las enfermeras para tener a los pacientes controlados y a la vista. «Más de una vez, teniendo la plaza en un box de urgencias, la enfermera decide dejar un enfermo, sin familiar acompañante, en el pasillo», aseguró hace unos días sin vergüenza en una entrevista en El Periódico citando como fuente a las propias enfermeras. Riéndose de todos nosotros en la cara, Comín definió los pasillos hospitalarios como «un espacio asistencial más» y se quedó tan ancho. Todavía suerte que mi padre no acabó arrinconado en el lavabo.

Durante las once horas que se estuvo en el pasillo, sin comer ni beber nada por miedo a que le llamasen y no le encontrasen en su sitio, mi padre pudo compartir con sus resignados vecinos de urgencias historias de esperas interminables en hospitales públicos que ponen los pelos de punta. Creo que alguien las tendría que recopilar y publicarlas para saber cómo se las gastan en este país tan moderno que no necesita ni médicos ni enfermeras porque los catalanes somos tan perfectos que nunca enfermamos. Igual le acaban dando el premio Ramon Llull para contrarrestar el ridículo que ha supuesto premiar a Pilar Rahola, intelectual del régimen y azote de antipatriotas y musulmanes como Donald Trump.

Más allá de la vergonzosa espera en Sant Pau está el debate sobre el modelo de país que defienden estos patriotas de pacotilla que nos gobiernan, un modelo que por lo que veo pasa por montar espectáculos mediáticos mientras se perpetúan las diferencias de clase entre ricos y pobres. En el primer grupo, aquellos patricios como Comín que se pueden permitir el lujo de pagar una mútua privada que les da derecho a una habitación particular y a un catering de lujo. En el segundo grupo, mi padre, obrero y usuario militante de una sanidad pública medio desmantelada que se mantiene a duras penas gracias al esfuerzo de muchos profesionales que saben que con la vida de la gente no se juega.

Sólo me queda desear al espabilado consejero de Salud una larga vida a pesar de los guantazos merecidos por su pésima gestión. Sin embargo, no está de más recordarle que el personal de las privadas también está hasta las narices de trabajar tanto y cobrar tan poco, y él no es inmortal, por suerte para todos nosotros.

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